sábado, 26 de noviembre de 2011

Alzheimer





-¡Hola, borracho! ¿Cómo estás? ¿Sigues tocando la guitarra? Oye a ver que día nos reunimos con todos los demás, ¿no? ¡Estaría genial, para recordar viejos tiempos! Bueno, te dejo mi hermano, debo regresar a la oficina. Un gusto volver a saludarte...



El tipo me abraza antes de estrechar mi mano con fuerza una vez más. Parece que si le dio gusto verme. Se aleja por la acera y yo, como siempre sucede en estas ocasiones, rasco mi cabeza intrigado y me digo a mi mismo:



-Mimismo, ¿quién diablos era ése?



Siempre he sido mal fisonomista, especialmente cuando el que me saluda en la calle, en el bar o en la terminal de autobuses es un varón. Pero hoy estoy preocupado.

Me encuentro sentado a la mesa de una cocina económica, dispuesto a hincarle el diente a una apetitosa pieza de carne roja cuando, detrás de las tupidas pestañas, unos hermosos ojos color miel me dicen



-Hola... ¿cómo estás?



Bien. Estoy bien. Esa debería ser mi respuesta pero mi mente está ocupada en tratar de establecer de dónde la conozco. 


Recuerdo esa carita  pecosa y los carnosos labios, pero no puedo situar siquiera con qué letra empieza su nombre. Tiene cara de ser una Vicky... Ah, Vicky Pérez, como olvidarla, cabello lacio y oscuro, chaparrita preciosa. Pero no es ella. Sin embargo, estoy casi seguro que debe haber una I en su nombre.


¿Isabel, Irene, Isela... Toro? ¿Violeta, Fabiola, Martina, Mónica... Rosario, Silvia, Cinthya, Carolina o María?



-¿A qué te dedicas?
-Doy conferencias motivacionales para que otros borrachos como yo dejen de beber.
-Oh vaya. ¿Tú dejaste de beber?
-No. Pero mientras ellos no lo sepan, sigue funcionando.



Trato de forzar a las únicas dos neuronas que el alcohol ha dejado  saludables para a que hagan la sinapsis correspondiente -sinopsis, diría uno de mis alumnos-, pero sigue sin dar resultado. Es mi turno de preguntar, tal vez obtenga algo de información.



-¿Tú a que te dedicas? 
-A ser mamá, es lo único que hago. Cuidar a mis tres chiquillos... ¿Te acuerdas de Juan? Me casé con él.



Bonita, si no me acuerdo de ti, ¿cómo pretendes que me acuerde del tal Juan?, pienso para mí. 


En una de las mesas cercanas a la pared alguien levanta el brazo a manera de saludo. Ése debe ser Juan. Así que digo una mentira:



-Si lo recuerdo...¿y qué haces aquí?
-Este lugar es de mi mamá y vinimos a comer aquí.
-¡Indhira, ya está la comida! -Grita alguien desde la cocina.



¡Indhira, así se llama! Yo sabía que tenía una I en el nombre. Me siento un poco más tranquilo, pero no mucho. Ya sé su nombre pero sigo sin recordar cómo y dónde la conocí...

Demonios. Ese maldito alemán me está volviendo loco...

viernes, 11 de noviembre de 2011

Más...

La clave es el ave...




-Indomable Walkiria, 
dame más 
del néctar que nace en tus adentros.

A fuego, 
con fuego, 
lava y cúrame, Walkiria.

Y Freyja quiso complacer:

 -Una vez más...

martes, 1 de noviembre de 2011

Vanessa




Martes por la noche. La gente de la ciudad viaja en automóvil o dormita en el transporte público. Se dirigen a su casa, después de un arduo día de trabajo, en pos de un merecido descanso.

Y mientras unos llegan al hogar humilde, besan a sus hijos en el cabello y beben un vaso de leche al tiempo que encienden la televisión para ver las noticias, otros emergen apenas -criaturas de la noche-, ávidos de ese encanto que sólo la vida nocturna puede ofrecer.

El muchacho cruza la avenida. Ha comenzado a llover, así que sube el cierre de la chamarra y jala la capucha con fuerza para protegerse de las gruesas gotas que le golpean la nuca y el cuello. La ciudad huele a tierra mojada y smog. La sirena de una ambulancia resuena a unas cuantas calles, mientras él aprovecha que el cuidador ha salido a cenar para escabullirse y ahorrarse los 20 pesos del cover. "Es mejor guardarlos para una Victoria allá adentro", dice para sí mismo.

Elige una mesa de la esquina y pide su bebida al mesero. La pista está vacía. Frente a él, al otro lado de la misma, las chicas beben, fuman y ríen escandalosamente. Siete. Son pocas, pero aún es temprano. No tienen prisa. Es Martes y llueve. La noche no promete. No para ellas.

Vanessa lo sabe. Los Martes son malos per se. Normalmente ella no se presenta estos días, pero está castigada. Ha faltado al trabajo varias veces en las últimas semanas y el administrador del lugar le ha exigido una semana completa. No tendrá día de descanso y además, debe llegar temprano. De lo contrario perderá sus privilegios como atracción principal, y eso no le conviene.

Se levanta del sofá color chocolate. Lleva un disfraz de enfermera ceñido al cuerpo y el escote en su espalda permite ver la tanga color naranja que resalta aún más sobre la piel bronceada, gracias a las lámparas de luz negra. Literalmente, resplandece dentro de ese conjunto blanco. Cruza el lugar con la seguridad de quien conoce su negocio. Los golpes de sus tacones sobre la duela son precisos y acompasados, como el tic-tac de un reloj de pared perfectamente calibrado. Mira al muchacho intensamente mientras se acerca a él. Se sienta a su lado, le habla al oído. La conversación habitual: Nombre, ocupación, y si es su primera vez en ése lugar.

El muchacho accede a participar en el juego, pasando por alto la recomendación que hiciera su amigo Jesús cuando lo inició en las visitas a éstos lugares: Nunca la primera chica.



-¿Me invitas algo de beber?
-Claro, muñeca. ¿Qué se te antoja?
-Lo mismo que estés tomando tú.



Ella levanta la mano derecha y el mesero acude diligente. Muy pronto otro vaso rebosante de líquido ámbar es colocado sobre la mesa y la ficha es entregada.



-¿A qué me dijiste que te dedicabas? -Dice ella para retomar la conversación en algún punto y, al mismo tiempo se pone de pie. Con un ademán le pide al muchacho que aparte la silla. Se coloca entre él y la mesa y se sienta sobre sus muslos, mirándole de frente, a no más de cinco centímetros de su rostro.

Pasa las manos por su nuca, le sonríe y acerca su sexo al de él.

El muchacho desliza con habilidad ambas manos por aquella espalda descubierta, coloca las yemas sobre las escápulas y rozando apenas la piel, recorre lentamente en dirección descendente hasta que los dedos de ambas manos vuelven a coincidir, a la altura del sacro. La piel es suave y tibia. La cintura es breve y los músculos firmes. Unos relieves inesperados, de unos tres centímetros de alto y distribuidos uniformemente, llaman su atención justo antes de llegar al hilo de la tanga.



-Soy estudiante, preciosa, pero quiero ser artista. Así que soy la nada que aspira a convertirse en humo. ¿Es esto un tatuaje? ¿Qué dice?
-Mi nombre: Vanessa.



Ella permite las caricias, las disfruta, se estremece. Su cuerpo se tensa en arco, quiere más. Siente la necesidad de hacérselo saber al muchacho.



-No soy de palo, ¿sabes? Eso qué haces, ésas caricias tuyas me gustan, me encienden, me están volviendo loquita... 



El muchacho se limita a sonreír. Afuera llueve aún y él sigue siendo el único cliente en el lugar a esta hora de la  noche. Pareciera que por primera vez, la bailarina lo ha escogido a él y no al contrario, como sucede usualmente. La piel erizada de placer de la chica despide un delicioso aroma. En las caricias se adivina una promesa de placer, un cocktail, mezcla de perfume, sudor, aventura, sensualidad, adrenalina y pecado que cualquier hombre con sangre en las venas estaría dispuesto a paladear.

La noche promete. No para ella, cierto, pero para el muchacho, la mesa está servida.