sábado, 18 de febrero de 2012

Cita a ciegas



-¿Y cómo voy a reconocerte?
-Lleva tu guitarra. Yo te busco...



Es lo último que dice antes de colgar. Ésta sensación de incertidumbre y aventura me hace sonreír emocionado. Dejo caer mi humanidad sobre la cama, como una regla, y entrelazo los dedos de mis manos en la nuca mientras comienzo a recordar cómo es que llegué a este punto.

Hará cosa de unos cuatro o cinco meses, en una noche de dominó donde la suerte me fue completamente ajena, entre bromas y tragos, mis amigos me convencieron de entrar a un club de citas llamado Sargento Pimienta (una clara alusión al disco de Los Beatles, Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band). Más que por la insistencia de ellos, me decidí a hacerlo por el nombre del club, debo confesar. 
Nos registramos por Internet  y recibimos por correo electrónico las fichas digitales de chicas que podían ser compatibles con los perfiles que proporcionamos durante el proceso de registro. Ahí se incluían algunos datos básicos: intereses, signo zodiacal, edades y  un sobrenombre o nickname para poder interactuar a través de la página web del club, en una especie de cita virtual. A ellos les llegaron tres y hasta cinco fichas. A mí sólo una.

Red Rose era el sobrenombre de mi desconocida chica virtual. Veintiséis años. De acuerdo a su perfil, "gustaba de la música romántica y de una conversación amena." 

Dos cosas llamaron mi atención. La primera, la edad de la chica en cuestión la ubicaba en lo que uno de mis mejores amigos ha tenido a bien bautizar como El Buen Año. Y es que por experiencia suya y mía, hemos descubierto que el 85 produjo excelentes cosechas. Lo segundo, claro está, fue la inclinación por la música romántica, rasgo que no puede pasar por alto un tipo como yo: bohemio de afición, amigo de la farra...

Decidí mandar la invitación para establecer contacto con ella y me olvidé del asunto. Casi un mes después encontré en mi bandeja de entrada un mensaje de aceptación.

Conversamos un poco, las trivialidades de siempre. El round de estudio de dos peleadores que han aprendido, por las malas, a ser cautelosos. Para el tercer asalto (nuestra tercera conversación), ella soltó un recto a la mandíbula que me hizo tambalear. Las mujeres siempre hacen eso: nos golpean por sorpresa en el momento en que estamos más confiados... o totalmente desprevenidos.



-Dice en tu ficha que te gusta la música de guitarra. ¿Tú sabes tocar?



Tuve la duda de si la pregunta tenía un doble sentido.



-Aprendí a tocar la guitarra hace algunos años y todavía lo hago.
-¿Qué canción tocarías para mí?



¡Bam! No lo vi venir. No me esperaba esa pregunta. De hecho, no tenía idea de qué responder. Por un lado, no podía contestar que una canción de esas cursis y empalagosas que los enamorados se dedican todos los 14 de Febrero, porque no conocía a la chica, no sabía realmente quien era, pero tampoco podía dejar pasar la oportunidad de mostrarle que estaba interesado en conocerla personalmente. Dije lo primero que se me vino a la mente, sin pensarlo:



-Necesitaría conocerte para decidir que canción tocar para ti...
-Entonces hay que vernos -dijo ella.



Nos pasamos los números telefónicos y hablamos un par de ocasiones más. Al fin, quedamos de vernos en la plaza... hoy. No la conozco físicamente ni ella a mi, pero me pide que lleve la guitarra para poderme ubicar.

Llego cinco minutos tarde. La ciudad está desquiciada y el tráfico es mucho peor que otros días. Me parece que hay algún evento político o un plantón de esos que se han vuelto tan cotidianos. Le llamo al celular para pedirle una disculpa pero ella está más atrasada que yo. Me dice su ubicación y yo comprendo que no llegará en los diez minutos que asegura le tomará acercarse al punto de reunión.

Busco lugar en alguna de las bancas metálicas que rodean la placita y me ubico debajo de un frondoso árbol. Me entretengo en contemplar el límpido azul del cielo, casi sin nubes,  y en disfrutar la brisa que moja mis manos y mi rostro. Acaban de encender la fuente.

El tic tac acompasado de unos tacones femeninos me saca de mi contemplación del paisaje. Es una chica morena, delgada, de cabello largo, negro y ondulado. Lleva minifalda, de manera que es imposible que esas espectaculares piernas pasen desapercibidas. Me sonríe...



-¿Borracho? (Lo sé... no tengo creatividad para escoger un sobrenombre).
-Sí... ¿Red Rose?
-Arianna... Me llamo Arianna.
-Es un placer conocerte.


Echamos a andar. Las zapatillas le hacen resbalar un poco sobre las losas de cantera que la fuente ha mojado. Alcanzo a sostenerla con la mano en que no llevo la guitarra. Por un momento nuestros rostros quedan muy cercanos. Al grado que puedo ver mi reflejo en su mirada. Recomenzamos la caminata y me toma del brazo.

Ella no lo nota, pero la sensación de incertidumbre y aventura me hace sonreír emocionado... una vez más.



martes, 14 de febrero de 2012

Gracias


-¿Podrías decir otra cosa que no sea gracias? No sé qué es lo que agradeces...
-Yo me entiendo...



Gracias.

Sin importar el nombre 
que en algún momento te haya dado:
Princesa, Muñeca o Golondrina
Walkyria, Lilith, Eva o Astarté.

Por los besos prodigados sin medida,
por las manos que me acariciaron tantas veces, 
a escondidas,
y por las noches de sexo que jamás conté.

Gracias por la risa, por las flores, 
por las miradas llenas de complicidad.


Gracias por el odio, los rencores, 
por perdonarme tantas veces tu infelicidad...

Gracias... por el bien y por el mal...
por el amor y por el odio que, 
a final de cuentas, 
brotan del mismo manantial...


sábado, 4 de febrero de 2012

Omar



La puerta que da a la calle está abierta, como casi siempre a esta hora. Avanzo por el corredor procurando no mirar por las ventanas de cortinas corridas, no entrometerme en las otras historias que no me incumben. Mi destino es la última vivienda del corredor, a mano derecha.

Antes de golpear la puerta con los nudillos, ya percibo el aroma de cigarrillo que impera dentro de la casa.


-Hola -dice al tiempo que me da un beso en la mejilla y con un gesto me invita a pasar -¿Gustas algo de beber?
-Hola -respondo yo. -Coca Cola está bien.


Hay una botella de dos litros del enviciante  líquido negro sobre la mesita que hace las veces de comedor. El aroma de cigarro impregnado en las paredes de la modesta habitación que les sirve de vivienda me provoca náuseas. No consigo acostumbrarme.


-Tu mensaje me dejó preocupado. Me dijiste que querías verme y aquí estoy. ¿Qué pasó?
-Es él, tu amigo.


Ella dice que su marido, amigo mío desde hace muchos años, no la quiere, la trata mal. Yo he observado todo lo contrario. Todas las ocasiones que he podido convivir con ellos y con sus hijos, he visto con mis propios ojos que él hace lo posible por tratarla como una reina, a pesar de las limitaciones económicas.


-¿Dónde está él? -Le pregunto.
-Trabajando, como siempre. 


El tono en que responde me molesta. Si a alguien le consta el esfuerzo que José hace para procurar el sustento de su familia es a mí. Más aún, estoy seguro que él trabaja de muy buena gana, con el único y firme propósito de llevar pan a su mesa.

Estamos sentados a la orilla de la cama, a falta de sillas. Ella dice que necesita un abrazo. Es mi amiga y se lo doy. 


-¿Me das un beso?
-No. Te doy dos. - Le respondo sonriendo.


Tomo su cara entre mis manos y le beso en la mejilla y  en la frente. Parece decepcionada.


-¿Sólo así?
-No podría besarte de otra manera.
-¿Por qué?
-Por la amistad que tengo con tu marido.


Sus ojos brillan, destellan furiosamente justo antes de escupir el veneno, de arremeter con la siguiente oración:


-Omar me besó... Y más que eso
-Que lástima. Entonces Omar no ha terminado de entender el significado de la verdadera amistad entre hombres.


No hay nada más que decir. Salgo de la habitación sin mirar atrás. Echo a andar por el corredor de la vecindad, pintado de amarillo. Mis pisadas resuenan y yo procuro no mirar por las ventanas de cortinas corridas. A fin de cuentas, esas otras historias no me incumben... Hoy no.