sábado, 13 de octubre de 2012

Medea



Los últimos rayos de sol se abrían paso con dificultad entre las  frondosas copas y herían sus hermosos ojos. Tuvo que levantar la diestra y protegerse con ella. En pocos minutos la noche sin luna se apoderaría del camino y sería complicado alcanzar la encrucijada. La princesa Medea lo sabía, así que sus pies descalzos recorrieron aprisa las últimas decenas de metros: El ritual, como siempre, debía ser ejecutado en el lugar que demandaba la Diosa.

Fue precisamente en la encrucijada donde Medea detuvo su andar. Se esforzó porque su respiración volviera a su ritmo normal. Aspiró profundamente y no pudo evitar recordar lo dicho por el Oráculo al momento de su nacimiento: 

Tendrá una infancia feliz y será hábil en las artes de la adivinación y la magia. Sin embargo, el amor hacia un hombre le hará perder absolutamente todo.

Sobra decir que fue esa precisamente la razón por la que había sido consagrada como sacerdotisa en el templo de Hékate desde que era una niña. Y más obvio resulta aún, el exacerbado desprecio -y velado temor- que profesaba hacia el sexo masculino. Mismo que le había hecho prometerse a sí misma que jamás se enamoraría, pues eso, precisamente, estaría marcando el inicio de sus desgracias.

Se colocó la piel de leopardo y puso ambas manos a la altura del pecho, contando los latidos acostumbrados, luego el índice y el corazón de su mano derecha se movieron a sus labios y su frente durante el mismo lapso de tiempo. Con los puños cerrados levantó ambos brazos hacia ese cielo carente de luna pero colmado de estrellas. Abrió las manos y dirigió la palma de su mano izquierda hacia el manto infinito, la derecha fue bajando poco a poco hasta que la palma apuntara al suelo. El trance comenzaba y también la invocación:

Amiga y amante de la oscuridad, Diosa y madre mía, tú que caminas entre fantasmas y entre tumbas; tú la peregrina, la de la triple faz, Luna, Diana y Proserpina, la guardiana de las llaves, ¡portadora de la luz! Te ruego me seas propicia.
Te invoco a ti, Gran Señora de Cielo, Mar y Tierra, por tus misterios de noche y día, por la luz de luna y la sombra del sol. Te invoco a ti, Señora de la vida, la muerte y el renacimiento; emerge ahora del mundo de las sombras para alimentar mi alma y dar luz a mi mente, Señora de los tres caminos, Hékate, compañera y guía en los terribles senderos, te suplico y te ruego... ¡Susurra ahora tus secretos!

Apenas había encendido Medea el fuego místico cuando escuchó la voz de la deidad, dirigiéndose cariñosamente a ella, como tantas otras veces:

-Hija mía, la favorita, ¿qué es lo que deseas saber?
-¿Quiénes son los guerreros que han anclado en las costas de La Cólquide y qué es lo que desean?
-Son soldados, príncipes y aventureros. Vienen a buscar el tesoro más preciado que posee el rey, tu padre.
-En ese caso, les daré muerte.
-Será mejor que lo hagas pronto, hija mía, porque entre ellos, ha desembarcado aquél predestinado a ser amado por ti. El que te traerá traición y muerte. El que se marchará con alguien más.
-No le daré esa oportunidad -dijo Medea segura de sí misma- ninguno de los tripulantes de esa nave volverá a ver el amanecer en su reino...

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El Rey Eetes esperaba ansioso el regreso de la princesa Medea. Aun a pesar de siempre haberse opuesto a la consagración de su hija más joven al templo de Hékate, había aprendido a respetar sus habilidades adivinatorias. Recordó haber estado en desacuerdo con la decisión tomada por la reina, es decir, enviarla con las sacerdotisas. Pero ambas, tanto Medea como Idía, su madre, eran necias y obcecadas. El rey estaba seguro que la necedad de la princesa por hacer las cosas a su capricho, le acarrearía terribles dificultades.

-¿Qué ha dicho la Diosa, hija mía? -preguntó en cuanto le vio cruzar el umbral.
-Vienen por el vellocino dorado, padre.
-Es mi mayor tesoro.
-Lo sé. Y es por eso que les prometerás que tal premio les será otorgado una vez que su capitán cumpla con tres retos imposibles de lograr, que te detallo a continuación.
-¿Tres?
-Tal como lo manda la guardiana de las llaves.

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Medea entró corriendo en sus aposentos, bañada en llanto. Se dejó caer sobre su lecho y cubriendo el rostro con ambas manos, siguió llorando por varios minutos más.

-¿Por qué, Diosa, por qué?


La princesa y sacerdotisa recordó cómo había sido el encuentro. Cerró los ojos y volvió a ver entrar por el portal de la cámara principal al héroe Jasón, seguido de su escolta. Le escuchó hablar, sintió como las graves vibraciones de la voz del joven que hablaba frente a su padre y su medio hermano, Absirto, calaban profundamente en su ser. De pie, a la izquierda de la silla del rey, admiró la valentía de aquél extranjero. Vio las cicatrices en los brazos y se dio cuenta que no había sido un viaje placentero, ni libre de privaciones. Creyó ver en el guerrero que venía a solicitar un objeto mágico, obsequiado a su padre, a un hombre probo, honesto, capaz de hablar directamente y sin máscaras. Le admiró por eso. Ella, la que había planeado su muerte, flaqueaba, cambiaba de sentimientos y ahora deseaba salvar de la muerte segura a la que el rey enviaría a Jasón siguiendo -irónicamente- sus recomendaciones.

-¿Señora de las encrucijadas, portadora de las antorchas, qué debo hacer? -pidió a Hékate consejo.


La Diosa se manifestó en la danzante llama de la vela encendida para tal fin.

-Debes seguir adelante con el plan trazado originalmente. El vellocino tiene que  permanecer en La Cólquide  y los viajeros deben ser exterminados. 
-Pero ahora no puedo hacerlo. Vi la determinación en los ojos del capitán Jasón. Yo esperaba un guerrero que a sangre y fuego quisiera conquistar nuestras tierras y hurtar el tesoro más preciado que hay en éstas, pero en su lugar, apareció un hombre dispuesto a dialogar para convencer. He visto en ese joven cualidades que nunca descubrí en otro hombre. No puedo matarlo ni permitir que le hagan daño.
-Ese hombre será tu perdición, hija mía.
-No importa. Yo lo quiero.


La determinación en la voz de la princesa parecía más un capricho que una resolución. Tal vez por eso la voz de la Diosa de la Oscuridad dejó de escucharse. Medea, como hija menor, mujer y princesa, había sido mal-acostumbrada a obtener siempre lo que deseaba. Desde niña supo de su poder y una vez sacerdotisa y hechicera, la magia fue su aliada para lograr absolutamente todo lo que se proponía, por más imposible que pudiera parecer para cualquier otro mortal. Aun así, quiso cerciorarse de las consecuencias que le acarrearían sus decisiones. Tomó los caracoles y los lanzó.

Hábil adivinadora -como lo pronosticara el Oráculo- vio en su destino tristeza, llanto y el claro indicio de que Jasón no le amaría jamás e incluso, la abandonaría por otra mujer. Cegada por su capricho, decidió ignorar todas las señales, aduciendo que su belleza, su magia y su amor bastarían para que Jasón, el viajero, la amara y nunca deseara separarse de ella. Se lo demostraría. Traicionaría a su padre, a su hermano, a su herencia y a su patria y, de esa manera,  su recién conocido amor no tendría más remedio que adorarla hasta el final de los días.

Esa lógica sin sentido de las mujeres que saben que serán destruidas por aquello que más aman -o creen amar- le hizo urdir un plan y crear los antídotos adecuados a las trampas que ella misma había diseñado.  Una vez terminado su trabajo fue buscar al capitán para ofrecerle los medios que le ayudarían a lograr su objetivo.

-¿Por qué lo hace, Princesa? -preguntó Jasón.
-Porque te amo.
-¿Cómo puede decir que me ama, si realmente no me conoce?
-Eso no importa. Yo te amo.


El argonauta sintió la necesidad de ser honesto con ella.

-Yo no la amo princesa.

Hubo un momento de silencio. Medea bajó la mirada y tras dudar por un instante, reanudó con mayor vehemencia.

-Yo puedo amarte por los dos. Ese cariño que no sientes surgirá. Yo lo haré surgir. Tú tendrás tu premio y yo te tendré a ti.
-Esa traición a su pueblo significará su muerte princesa.
-Es por eso que tendrás que llevarme contigo. -dijo ella, sonriendo.


Jasón colocó el puño sobre sus labios, en actitud pensativa. Valoró lo que se le ofrecía. Una victoria a cambio de fingir algún tipo de cariño hacia la princesa Medea. La lógica se impuso y decidió aceptar la oferta que se le presentaba de manera tan conveniente.

-No puedo amarla como usted pretende princesa... Soy un viajero, un espíritu libre. No deseo atarme a un solo puerto ni a una sola mujer. 
-Eso no importa -repitió Medea una vez más- dame lo que tengas, el poco cariño que tengas para mí, que yo sabré conformarme.
-¿Está usted segura? 
-Tan segura como que eres lo que más quiero en el mundo.
-Entonces acepto.
-Me haces muy feliz.


Medea, con lágrimas en los ojos, hundió el rostro en el pecho de su amado, abrazándole desesperadamente, como los moribundos se asen a la vida cuando la boca del inframundo se abre ante sus pies. Él la abrazó fría e inexpresivamente y, con un beso en los labios, desencadenaron juntos aquella promesa de infelicidad que pendía sobre la cabeza de la princesa desde el instante mismo de su nacimiento.