domingo, 13 de octubre de 2013

El retrato



En este momento sostengo entre mis manos la estructura de madera que enmarca la primer fotografía que nos tomamos juntos, ésa que ella solía tener en el bureau junto a su cama. El hecho de que ahora yo la tenga en mi poder solo puede significar una cosa: se ha cerrado el círculo. 

Ella me observa desde el papel fotográfico, con sus ojos cristalinos y expresivos. Sonríe con la boca y el lunar -los labios en forma de corazón-. De los lóbulos de sus orejas cuelgan unas arracadas de plata, dos pulgadas de diámetro, lo sé bien. Los tonos sepia de la imagen no impiden que yo recuerde perfectamente el color de la blusa y el collar que usó esa tarde soleada de febrero:  el estilo del bolso de mano, los leggins ajustados a sus bien torneadas piernas, las botas de piel, el aroma de su perfume, ese peinado que pocas veces volví a ver...

Yo estoy sentado a la orilla de la cama, con la luna de octubre en mi ventana sin cortinas, y el retrato entre las manos, sabiendo que ella ha cerrado el ciclo. Yo lo asumo como tal y sonrío con agrado, pensando en nosotros, como tantas otras noches de luna llena y deseando que encuentre su felicidad.

Ella... Ella seguramente piensa que no la recuerdo, que no es importante para mí. Pero nada más alejado de la realidad: el retrato ha dejado de tener un lugar junto a su cama, pero ella nunca perderá el  que se forjó en mi historia y en mi corazón.

Además -lo haya aceptado, lo sepa o no-, la luna seguirá ahí, para vincular los sentimientos, los latidos, las vibraciones y los recuerdos...

domingo, 6 de octubre de 2013

Es lo mejor




Suena el celular y abro los ojos con dificultad. El reloj de pared se detuvo a la 1:45. Puedo escuchar el estéril tic-tac que no logra que las manecillas avancen. Son las 9 de la mañana y el sol entra a raudales por la ventana sin cortina de mi cuarto. Es ella. No esperaba que me llamara. No después de lo que sucedió hace unos días. Presiono el botón de contestar preocupado por ella y aún adormilado y confundido. Escucho su voz del otro lado de la línea. 

-Estoy afuera -dice, definitivamente molesta.


Yo balbuceo algo, no sé qué. Me visto lo más rápido que puedo con la ropa que tengo a la mano, abro la puerta de la casa y salgo a su encuentro. Me miro en sus hermosos ojos color avellana cuyo resplandor no decae a pesar de la furia con que me observa. Ha estado llorando. 

La veo y la escucho sin ninguna distorsión, a pesar de la resaca. Dejo que la andanada de reproches me golpee en directo, sin oponer ninguna resistencia. Me habla del infinito amor que siente por mí, de lo poco que demuestro mi cariño, de la certeza que tiene acerca de que yo prefiero estar con otras personas, pero no con ella.

-Te vieron. Toda mi familia te vio.


Ignoro a qué se refiere o a qué día me vieron. Incluso desconozco qué es lo que  me vieron haciendo. Me siento confundido, pero no digo una sola palabra. 

-¿Sabes el ridículo que me has hecho pasar?


Quisiera que el enojo fuera todo de ella, que emergiera el odio desde su interior, como el volcán que adivino en su ser. La última pregunta me hace pensar que lo más importante en este momento de furia no es lo que ella siente, sino lo que la gente, su familia, opina de ella. Le da más importancia a lo que piensen otros que a su propio dolor y eso no me gusta. Yo, por mi parte, permanezco callado. 

Me veo tentado a abrazarla, pero dudo que eso le haga bien ahora. Necesita desahogarse, dejar salir toda esa rabia acumulada. Toma una bolsa de plástico y me la arroja al pecho. No necesito abrirla para saber que dentro de ella vienen las cosas que le he regalado. Dice que me odia y creo que es lo mejor.

Mi confusión cede un poco cuando escucho de sus labios las preguntas, una tras otra, en metralla: ¿por qué no me pediste a mí que pasara por ti? ¿Por qué soy la última en enterarme de las cosas que haces? 

Decido continuar en mi mutismo. No le diré lo mucho que me duele verla llorar a causa mía. Tampoco le contaré acerca de ese viaje a la capital del que nadie sabía, ni de las coincidencias de esa noche, a mi regreso. No le hablaré de aquella persona que decidió continuar sus sueños, su camino y su propia historia en una ciudad distinta a ésta. No mencionaré la llamada al celular diciendo que se encontraba de paso y que deseaba contarme algo importante, ni la sugerencia de que, si yo no tenía inconveniente, ella podía pasar por mí a la terminal de autobuses a la cual yo iba a llegar en 10 minutos más. Tampoco le diré del abrazo de felicitación, de mi sincera alegría porque el proyecto de aquella persona fuera por fin aceptado y que sus sueños tomaran rumbo allá, lejos, en esa nueva vida que se estaba construyendo por ella misma, basada en sus méritos personales. Nada. No diré nada.

Dejaré que me crea la peor persona del mundo, que me odie. Que esas ganas que tiene de mutilarme se agiganten y le den la fuerza que necesita para alejarse de mí. Justo ahora, estoy más convencido de que no le causo otra cosa que perjuicios. Seguiré en silencio.

Ni siquiera le diré que está equivocada en su percepción: que ha logrado lo que nadie jamás hubiera podido, que le he dejado permear en mis actividades de una manera en que ninguna otra mujer lo ha hecho antes y que si no la amo de la manera que ella desea y espera, esto significa que no la adore con  toda la intensidad que mi forma de ser me permite.  

No lo voy a decir. Dejaré que me aborrezca y que me elimine de su vida, ya que tanto daño le causo. Ella se merece solo cosas buenas y yo no aparezco en esa lista. 

Que me odie. Es lo mejor.