domingo, 22 de diciembre de 2013

Just Do It



He vuelto al gimnasio después de varios meses de holgazanería pero eso sí, con la determinación bien alimentada. Aún aquí soy un solitario y un antisocial, por lo mismo no encuentro mucha gente a la cual saludar. De hecho, el único que hace una ligera inclinación de cabeza a manera de bienvenida, es  el instructor en turno. 

Cabe en el estereotipo: alto, fornido, come atún, ensalada o pollo y adiciona su agua con esos polvos mágicos que les vuelven tan poderosos y, sobre todo, tiene un nombre de entrenador de gimnasio: Charly, Roger, Richi o alguno similar.

Ésta vez no anda deambulando por el lugar dando los acertados consejos que los neófitos requieren. Tampoco está de pie, frente a los espejos que rodean todo el recinto levantando los brazos en una franca evaluación de los centímetros que sus bíceps han crecido durante los últimos dos meses. Hoy no.

Frente a él hay una chica de unos 23 o 24 años, delgada y con un rostro muy agradable a la vista. No es una hermosura despampanante pero sí es de esas mujeres que llaman la atención por la armonía de sus facciones. El cabello es muy lacio y lo trae recogido en una pony tail que cae hasta un poco más abajo de los hombros. Tiene puesto un pantalón de mezclilla gris claro que hace lucir sus piernas largas, un cinturón color miel, botas negras y una chamarra blanca con peluche en la gorra. El que no lleve ropa de gimnasio es lo que más llama mi atención: no está aquí por el ejercicio.

Después de tanto tiempo sin realizar actividades físicas, tendré que pasar varios minutos en la caminadora para calentar lo suficiente y no provocarme algún daño, tratando de levantar los extraordinarios 20 kilos que pienso colocar en la barra. Lo cierto es que al estar aquí puedo observar sin censura la manera en que se desarrolla la conversación.

No escucho nada de lo que dicen. La distancia y la música electrónica (no esperaría menos estando en un lugar como éste) me impiden lograrlo, pero puedo ver cómo lo mira. Él está de pie frente a ella y le cuenta algo. Ella sonríe y no le quita la mirada del rostro. Yo termino en la caminadora y sigo con lo que recuerdo de la rutina de ejercicios.

Al terminar me acerco a él, para pagar la mensualidad (es lo que me falta para sentir que he vuelto). La curiosidad es más fuerte que yo:

-Esa chica... ¿qué onda?
-¿Te refieres a sí hay algo? ¡Yo sería feliz si así fuera!
-¿Entonces sí sales con ella?
-Sí. Somos amigos desde hace muchos años.
-¿Y no le has dicho nada?
-No. ¿Cómo decirlo? Ya ves cómo es ella de jovencita y muy linda y tiene muy bonitos sentimientos. Yo ya estoy viejo para ella y divorciado. Ella tiene buen trabajo y gana muy bien... La verdad me siento menos.

Aún recordando la forma en que la chica le miraba, vuelvo a insistir.

-Pero, ¿qué importa todo eso?
-La verdad siento temor. Ya ves que la última vez no me fue muy bien.
-Eso no quiere decir que todas las ocasiones vayan a ser iguales.
-¿Tú crees que debería soltarle prenda? 
-Sí.
-Pero luego todo va a pasar y hasta su amistad voy a perder.
-Yo lo que no quisiera es que un día cuando seas realmente un viejito, vuelvas la mirada al pasado y te preguntes ¿qué hubiera sucedido si yo le hubiera dicho?
-Me da miedo, no creas... Tú mero.

Mientras lo dice hace un movimiento con el mentón, como indicando la puerta por donde ella salió. Eso sí me saca de balance. ¿Me está cediendo el camino hacia una mujer que básicamente ha descrito como maravillosa sin luchar un poco? De pronto me siento tentado a decirle que lo haré, pero es una reacción de solo un instante. ¿Y para qué? Si en todo el tiempo que estuvo ahí de visita, no me miró ni a nadie más. Dudo que se haya fijado cuantas personas pasamos por su lado los 20 minutos que yo les vi conversando. En sus ojos solo estaba él (como persona, no como una masa musculosa: sé reconocer esa mirada).

Para alguien como yo resulta difícil encontrarse con una persona decidida a no actuar, a no hacer, por mínimas que sean las probabilidades: 0.23 sigue siendo mayor que 0. No sé si algún día él se decida a actuar, pero entre tantos lobos hambrientos, seguramente habrá alguien dispuesto a comerle el mandado mientras lo sigue pensando... 

Eso es seguro.




domingo, 1 de diciembre de 2013

¿Quién se ha creído?


"Cuando estás, ya no están los demás.
Cuando te vas, tengo ganas de llorar
perdía en el sillón de mi cuarto
pienso en ti con mis manos..."
-Bebe.



Hace rato que intento conciliar el sueño, sin resultado alguno. Y la culpable es ella.

Cansado de dar vueltas hacia un lado y hacia otro decido encender la luz. Coloco las manos bajo la nuca y quedo absorto contemplando el filamento de la bombilla durante un momento (o lo que parece ser un momento). Cuando volteo a ver el reloj en mi muñeca, me dice que ha sido casi media hora.

Me siento en la orilla del colchón y aún deslumbrado por la luz en las pupilas  arrojo sobre mis hombros desnudos lo primero que encuentro. Atravieso el patio y veo el cielo estrellado entre las ramas del limonero. No hay nubes, pero tampoco luna.

Me dirijo a la cocina, sirvo agua en un vaso, y regreso al comedor en una sucesión de movimientos mecánicos. Coloco el celular sobre la mesa y abro su mensaje una vez más. Tres palabras son las que no me dejan dormir: pienso en ti... 

Apago el aparato y lo arrojo lejos de mí, en el sofá. Con los codos sobre  la mesa y las manos en el cabello pregunto en voz alta: ¿Quién se ha creído?

Nadie responde. Ella no está ahí. Al menos no físicamente. 

Es mi desesperación, mis horas sin sueño, mis días sin ella y mi orgullo maltrecho quienes lo preguntan. ¿Quién le da el derecho de irrumpir nuevamente en mi vida? (Irónicamente, me doy cuenta de que nunca se ha ido). ¿Y con tal facilidad? Un simple mensaje de texto enviado a las once de la noche con cincuenta y dos minutos y mis ideas vuelven a orbitar en torno a ella. Le descubro en mi mente como antes: mi obsesión, el objeto de mi lujuria, la pasión malsana que me hace sentir tan vivo, mi fruta prohibida, mi adicción al riesgo y al dulce veneno que tienen su lengua y sus besos.

La deseo más ahora que el destino nos hace coincidir, que la puedo ver de lejos al menos, desde el barandal del segundo piso. Me matan las ganas por correr a ella, tomarla en un abrazo, rodear su cintura breve, levantarla en vilo y probar sus labios y su cuello en un beso apasionado y voluptuoso, en un éxtasis que imagino vampírico.

De a poco, me voy quedando dormido, sumido en mis fantasías. Recordando aquellos días en que fuimos amantes (aunque de manera estricta, nunca dejamos de serlo). Días de escapes, de llamadas perdidas que nos buscaban a los dos. Tardes de sospechas, de preguntas que se contestan con mentiras: No, no está conmigo... Noches de sexo llevado al extremo más lejano que los instintos naturales pueden permitir. 

Son las tres de la mañana. Vencido por el sueño y el cansancio que me provoca pensar en esta situación, me he quedado dormido sobre la mesa del comedor...