viernes, 14 de febrero de 2014

En línea




Hace rato que el sol se ha puesto en el horizonte y son las luces artificiales las que iluminan la ciudad. Aún se puede escuchar el agitado ritmo de la vida citadina que corre, que huye, que busca llegar a un lugar que nunca encuentra. Es la última hora pico de la jornada.

Coloca la llave en la cerradura y con un giro de la muñeca activa el mecanismo. Entra en la salita y su brazo se extiende automáticamente para encender la luz de un departamento que su cuerpo conoce de memoria.

Después de merendar se desata los cordones de los zapatos y se quita éstos últimos sin usar las manos, solo empujándolos con los talones. Se tira en la cama y comienza el ritual.

Toma el dispositivo con la mano izquierda y con el índice de la derecha marca sobre el aparato el patrón de desbloqueo el cual -convenientemente-, es la inicial del nombre de ella.

La ansiedad provoca que su desplazamiento entre las pantallas sea torpe, pero finalmente encuentra el icono que le provoca esa sensación -tan irreal como imperativa- de cercanía. Él mismo asume que se le ha convertido en adicción.

Sus latidos se aceleran y contiene la respiración por un momento, de manera casi imperceptible.

La incertidumbre lo ha vuelto irritable, antisocial. El único sentimiento placentero que conoce últimamente, lo puede obtener de vez en cuando, al observar el dispositivo que ahora sostiene entre sus manos.

Él es consciente, desde su último encuentro, que llamarle es una pésima idea; pero no puede evitar extrañarle, desearle, fantasear con ella, recordarle suya, abrazar su desnudez con la imaginación como si regresara el tiempo hasta aquellos días en el pequeño departamento donde apenas había espacio suficiente para el refrigerador, la cama, el sillón, las dos sillas y la mesa; únicos testigos de sus frecuentes escapatorias.

Con el pulgar sobre el botón verde, a punto de marcar,  recuerda su situación y decide salir de la lista de contactos, para evitar hacer eso que desea en forma tan vehemente. Se siente tenso, desesperado...


No hay mucho que pueda hacer. Salvo espiarla sin que ella lo sepa, sin que ella lo sienta; todo a través del dispositivo electrónico. Todavía espera unos cuantos minutos más, que le parecen horas.

Al fin, justo debajo del nombre ficticio que ha inventado para ella -costumbre paranoide que no ha podido desarraigar-, aparece esa leyenda que tanto espera:

  • On line


Ahora sabe -al menos- que en algún lugar del mundo ella aún existe. Alberga la esperanza de que tal vez el emoticón de la carita sonriente que ella tiene como estado, vaya con dedicatoria para él. Gira el cuello hacia su derecha para ver el reloj de una vieja videocasetera que ya solo sirve para eso. Son las 10:24 de la noche de un diez de febrero.

Se desliza sobre el colchón hasta que su cabeza encuentra la almohada, inhala profundamente y cierra los ojos mientras sonríe: ahora podrá dormir tranquilo.