lunes, 1 de junio de 2015

La niña


No pienso dejar de escribirte, de reconstruirte con palabras...



Es media tarde y el aroma que trae el viento y mueve las hojas de los árboles del parque me dice que lloverá pronto. Levanto la vista hacia el cielo y las nubes que alcanzo a ver me lo confirman.

La observo desde una distancia que considero adecuada. Lleva el cabello suelto y el viento que arrecia se lo lanza a la cara con con impunidad. Me gusta lo que veo: su piel extraordinariamente blanca, su rubia cabellera, los labios muy rojos y un vestido de color claro que le ajusta maravillosamente.

Adivino la tristeza en sus ojos, aun desde aquí. Hace tiempo que decidí amarla así, a la distancia, con ese tipo de amor que ella no comprende. 

La veo secar una lágrima que no alcanza a contener. No se ha dado cuenta que la miro.

Sufre. Sufre por amor, como antes, como las otras veces, como todas las veces. Sé por la expresión de su rostro que vuelve a hacerse las mismas preguntas, las que no ha sabido cómo responder.

Me gustaría decirle que todo estará bien, que el dolor pasará, que no hay nada malo en ella, que mucha gente la ama, pero su propia necedad de mujer enamorada cerrará sus oídos a las cosas razonables que ya se le han dicho antes.

Ella no puede amar de otra manera, no sabe. Se entrega así: totalmente. Yo quisiera pedirle que pare, que el amor no puede ser unilateral, que la inmensidad de su amor no provocará que la otra persona le ame de la misma manera solo por ver como su corazón se inflama en el sentimiento. 

Pronto lloverá. Presiento la tormenta en el cielo y en sus ojos. 

La niña no me ve, pero de alguna manera sabe -siente- que estoy pendiente de ella. Yo permanezco aquí, observándole desde lejos, viendo como se estrella nuevamente contra el muro al que le arroja su amorosa impetuosidad. 

Nada puedo hacer, salvo permanecer aquí, esperando, por si acaso me necesita...