miércoles, 1 de julio de 2015

La francesa



La conocí cuando el año agonizaba. La tarde era fría y por eso ella llevaba unos mallones color humo bajo la minifalda negra. Ella pidió limonada y yo, como siempre, café. Conversé con ella y con sus ojos color almendra. Ninguno de los dos hizo nada por disimular que disfrutamos estar juntos desde esa primera vez.

Cuando salimos del lugar el frío calaba inmisericorde y una leve llovizna invernal comenzaba a cubrir de humedad las baldosas de la plaza. Le dejé salir antes que yo, como haría cualquiera que pretendiera ser caballeroso, sin embrago mi mirada se desvió hacia su hermoso trasero, cosa que notó, sin duda. Me lo dijo esa sonrisa que aprendí a identificar desde entonces. Ella siempre fue mujer de iniciativa así que me tomó de la mano y caminamos durante un rato por las calles húmedas del centro de la ciudad. Cuando nos detuvimos y clavó en mi sus ojos maravillosos, comprendí que tenía que besarla y lo hice, como hicimos tantas cosas desde entonces: con descaro.

Al primer beso, cargado de pasión, le sucedieron otros, esa noche y muchas más. Fuimos las caricias clandestinas, las miradas de complicidad, la pasión desbordada: nuestras soledades se complementaron y se hicieron amigas.

Ella no nació en Francia, pero siempre fue una apasionada del idioma de ese país y a mí me complacía saberlo y acompañarla mientras repasaba sus lecciones. Si le llamo Francesa es por decirle de alguna manera y no gastar su nombre ni ensuciarlo. Su nombre puro, blanco, cristalino, quedará grabado en mis memorias, junto a lo mejor de mis recuerdos.

Un día ella dijo que me amaba y yo no estaba listo para eso. Aun así, le amé a mi manera, una forma de amar que ella nunca pudo comprender.

Cierta noche fría y lluviosa nos despedimos; ella lloró desde el primer momento y yo al doblar la esquina. Seguimos cada quien por rumbos separados y, desde ese momento, le perdí la pista.




Ayer, después de muchos meses, un número conocido centelleaba sobre la pantalla del móvil: era ella.


Hablamos de cualquier cosa y tuve la impresión de que evitábamos algún tema. Como he dicho antes, es una mujer de iniciativas.


-Quiero verte -dijo.


Y eso bastó para concertar una cita y perderme nuevamente en su piel blanquísima y su cabello castaño, Los besos tomaron el sendero de su cuello y los dedos ascendieron por su espalda. Besamos cada centímetro de la piel, nos devoramos a besos. Nuestras ansiedades volvieron a juntarse, a tensar la delgada cuerda que nunca ha dejado de unirnos, a estallar... Las horas se acortaron por no sé que extraño hechizo y la noche se disipó de repente.




Hace un rato desperté. La busqué en mi cama y no la encontré. En el aire flotaba esa sensación que solo percibe aquél que está acostumbrado a las despedidas. Al entrar al baño, lo que encuentro sobre el espejo, escrito con su lápiz labial me lo confirma:



"Merci", dice en primera instancia, luego mi nombre y al final un pequeño corazón. Un escalofrío de certeza me recorre la espalda y, recordando las tardes en que tirado sobre su cama le ayudaba a estudiar sus lecciones, aspiro con fuerza las reminiscencias de su perfume y digo en voz muy baja:


-Merci, mon amour...