Las hojas de papel en completo desorden sobre el escritorio me recuerdan todos los pendientes que aún me faltan por concretar. Decido poner manos a la obra, pero antes me levanto por un café. El despachador de agua caliente se encuentra fuera de la oficina, a unos sesenta centímetros de la puerta. Pongo el café y el azúcar en las cantidades acostumbradas dentro de la taza y comienzo a revolver los gránulos en seco, con una cucharita desechable. Al salir, concentrado en el recipiente de porcelana, me encuentro con unos hermosos ojos color marrón, mirándome con sorpresa.
-¡Hola!
-¡Hola! -respondo yo sin poder cerrar la boca.
Por unos cuantos segundos ninguno de los dos sabemos qué decir. Al final, decido ponerle fin a la incómoda situación.
-¿Quieres llegar a la oficina? No tardo nada, solo le pongo agua a esto y paso por un oficio al otro departamento.
-Está bien -dice sonriendo.
-No esperaba encontrarte por aquí -le digo mientras me alejo por el corredor.
En la oficina todos salieron temprano, menos yo. Busco el legajo que necesitaré para terminar mi trabajo vespertino en uno de los módulos comunes.
-Yo tampoco esperaba encontrarte -dice ella a lo lejos-, solo pasé a saludar a los chicos y a la licenciada Farfán. De hecho, creí que ya no trabajabas aquí.
No escucho más. Temo que se haya ido. Regreso lo más rápido que puedo y, cuando cruzo aprisa la puerta, mi expectativa es mirarla sentada en mi lugar, donde solía esperarme. Pero no hay nadie en la silla. Me dejo caer en ella y la descubro frente a mí. Estaba tan ansioso de encontrarla que no me di cuenta que se había colocado en los silloncitos donde me esperan mis clientes. No puedo contener el impulso de levantarme e ir hacia ella. Le abrazo y puedo sentir como me corresponde con todo su ser. No sé cuantos segundos duramos así, abrazados, unidos con la desesperada añoranza de quien no se ha visto en muchos años.
En la oficina todos salieron temprano, menos yo. Busco el legajo que necesitaré para terminar mi trabajo vespertino en uno de los módulos comunes.
-Yo tampoco esperaba encontrarte -dice ella a lo lejos-, solo pasé a saludar a los chicos y a la licenciada Farfán. De hecho, creí que ya no trabajabas aquí.
No escucho más. Temo que se haya ido. Regreso lo más rápido que puedo y, cuando cruzo aprisa la puerta, mi expectativa es mirarla sentada en mi lugar, donde solía esperarme. Pero no hay nadie en la silla. Me dejo caer en ella y la descubro frente a mí. Estaba tan ansioso de encontrarla que no me di cuenta que se había colocado en los silloncitos donde me esperan mis clientes. No puedo contener el impulso de levantarme e ir hacia ella. Le abrazo y puedo sentir como me corresponde con todo su ser. No sé cuantos segundos duramos así, abrazados, unidos con la desesperada añoranza de quien no se ha visto en muchos años.
-¿Qué me diste? -pregunta con voz entrecortada y las mejillas ruborizadas.
Yo también me he preguntado por qué jamás he dejado de pensar en ella. ¿Que desconocido embrujo colocó en mí? Después de tantos años, ¿por qué me sigue desarmando su mirada, por qué siento por ella la misma pasión que antaño? Mi conclusión es que, precisamente, el apasionamiento involucrado en ese tórrido romance con tintes de tragedia, es lo que nos hace seguir juntos a pesar de todo, a pesar del tiempo y la distancia. A pesar de las parejas de ambos.
Nos apartamos un poco, pero seguimos tomados de las manos. La siguiente pregunta me hace reír. Especialmente por lo que yo le respondo sin pensar.
-¿Estás temblando o soy yo?
-Creo que somos los dos.
Vuelvo a abrazarla. Le beso otra vez, como hace años. Ella me deja hacer, pero solo por un momento que disfruto como si fuera una eternidad. Luego se aparta y vuelve a repetir la primer pregunta.
-Es en serio... ¿qué me diste?
Esta vez le respondo.
-Siempre pensé que fuiste tú la que me había dado algo. Que habías sido tú quien me hechizó a mí.
-¿Así lo crees?
-Sí.
-Y entonces, ¿por qué me dejaste ir?
-Lo que yo recuerdo es que fuiste precisamente tú quien tomó la decisión de irse.
-Para mí sucedió de otra manera...
Podría discutir, pero no lo hago. No tiene ningún caso. Ella tiene sus recuerdos de cómo sucedieron las cosas y yo los míos. Ambos guardamos silencio. Pareciera que repentinamente comprendiéramos que teníamos que aprovechar los pocos momentos que de ahora en adelante podríamos pasar juntos, porque ya serían más espaciados y no durarían más de cinco minutos. Sonreímos.
-Fue un error de los dos -dije al fin- tú quisiste irte y yo te permití hacerlo, porque entendí que eso era lo que deseabas.
-Nunca debiste escucharme -dijo ella-, ni siquiera la primera vez: no estaríamos en esta situación.
Me da un breve beso en los labios, a manera de despedida. Cruza el umbral y se aleja de prisa, temerosa de lo que siente, de lo que sentimos. De las cosas que suceden cuando estamos juntos. Yo sigo sin habla, recordando, pensando en la última frase.
Ni siquiera la primera vez...
Maldición -dije para mí, amargamente y sin seguirla-, cuánta razón tiene.