sábado, 29 de septiembre de 2012

El príncipe Connor





                Hace mucho tiempo, vivió en un reino de Europa un hombre llamado Alexander Connor, hijo de un campesino que era dueño de unas pequeñas tierras y algunos animales de nombre Bruce, la madre de Alexander había muerto al traerlo al mundo y su padre se dedicó a sus tierras, dejando al niño en manos de su tía, hermana de su padre.

Creció Alexander al cuidado de su tía, hasta el día que su padre lo dejó a cargo de las tierras y los animales, aceptó el muchacho de buena manera la nueva responsabilidad.

                Una tarde, el heraldo de su majestad, colocó un cartel en la plaza principal, se trataba en pocas palabras de un decreto real, que hablaba acerca de matar a un dragón.

                “Aquel que mate al dragón, bestia feroz que se ha dedicado a hacer pavesas los sembradíos del rey, se casará con la princesa Melody, están invitados todos los habitantes de este reino, como prueba de que el dragón ha muerto, llevarán su cabeza ante la presencia del gran rey”.

                Después de que el heraldo leyera el decreto, empezó a correrse la noticia, casa por casa se fue sabiendo del dragón, de la princesa y del rey.

                Alexander regresaba de la labor cuando un grupo de caballeros de brillantes armaduras y de estandartes de colores vivos y llamativos, con leones rampantes y águilas de alas abiertas pasó al lado suyo, uno de ellos, de voz áspera y rostro duro, con la barba tiesa por el sudor y la tierra del camino se dirigió a él.

                -¿Hacia dónde queda el bosque de Backtol? - Preguntó.

                -Sigan por el camino, a seis leguas está un cruce, la señal marca a la izquierda, a este paso, estarán al anochecer donde comienza el bosque. – Contestó Alexander.

                Sin dar las gracias, el caballero se unió de nuevo al grupo, Alexander no dejó de mirarlos hasta que los perdió la vista. Al llegar a su casa le contó a su padre lo que había visto.

                -Quieren matar al dragón – dijo. Luego le contó lo que había escuchado del heraldo del rey.

                A partir de entonces, Alexander no dejó de pensar en qué sería de él si matara al dragón, mientras trabajaba, pensaba en los lujos y en las riquezas, ya no sería pobre, ni su padre, ni su tía, no tendría que trabajar más.

                En verdad lo deseaba, y es bien sabido que cuando deseas algo con todas tus fuerzas se ha de cumplir.

                7 días después llegó a las puertas de su casa un hombre, llevaba una armadura, un estandarte y estaba herido de muerte, pidió de beber vino y algo de comer, no les dijo de su herida, pero agradeció en el alma la hospitalidad y murió.

                Lo sepultaron en el cementerio del pueblo, nunca nadie preguntó por el guerrero desconocido.

                El padre de Alexander guardó la armadura y el estandarte en un cofre por si alguien los reclamaba.

                Algunos días después Alexander vio pasar un nuevo grupo de hombres con armaduras y nuevos estandartes, se le ocurrió entonces que usando la armadura del guerrero muerto tendría oportunidad de matar al dragón.

                Qué sorpresa se llevó al ver que le quedaba excelente, tenía un cuerpo musculoso y fuerte, era alto y pudo soportar muy bien el peso de la armadura y de la espada, llevando el estandarte parecía un verdadero guerrero.

                Habló toda la noche con su padre, que siendo su único hijo lamentaría mucho su pérdida, pero vio su gran determinación que terminó dándole su bendición y un fuerte abrazo, tomó el caballo más fuerte que tenían y partió al amanecer.

                Llegó al bosque Backtol al mediodía y se dedicó a buscar al dragón, se fue tras las huellas del grupo anterior que todavía eran visibles, anduvo varias horas, se distrajo con algunas aves del bosque y un conejo pasó frente a su caballo que, espantado, pegó carrera hasta adentrarse al bosque no podía detener a su caballo hasta que una rama baja lo golpeó y lo hizo caer, su caballo lo abandonó allí mismo.

                Se levantó Alexander algo aturdido, caminó algunos pasos cuando se encontró en la entrada de una cueva, entró pensando pasar la noche y comenzar al amanecer su búsqueda, encendió una fogata y se quedó dormido, pero no pasó mucho tiempo cuando un rugido que casi lo deja sordo lo despertó.

                ¡Era el dragón!, lleno de pavor trató de correr, pero estaba acorralado, quiso trepar por la pared mohosa pero no podía, el dragón lo golpeó con el hocico que lo lanzó a varios metros, la bestia fue sobre Alexander para devorarlo de una vez, pero un ala del dragón rompió una columna, ésta sostenía varias rocas que fueron a caer sobre la cabeza del dragón aplastándola, eso sería el fin de la bestia.

                Alexander se acercó al animal, lo picó con su espada, estaba inmóvil

                Como la cabeza quedó bajo toneladas de roca cortó la garra delantera izquierda como prueba de que el dragón había muerto.

                Llegó al palacio con la garra, inmediatamente se presentó con el rey.

                Por supuesto que tenía que inventar una historia que lo hiciera ver como un verdadero guerrero y como tardó 2 días en llegar, tuvo tiempo suficiente para inventarla,después de contar su odisea el rey quedó tan complacido que unas lágrimas de orgullo paterno rodaron por sus mejillas peludas.

                ¡Llamen a la princesa! – ordenó el rey.

                Alexander no podía creerlo, una figura hermosa, venía bajando por las escaleras del palacio con un vestido blanco de seda y adornado de joyas, un collar con un rubí del tamaño de una manzana colgaba de su cuello, las manos blancas tenían en cada uno de sus largos dedos, anillos de gemas preciosas, un brazalete con polvo de diamantes envolvía su muñeca derecha.

                La princesa retiró el velo que cubría su rostro, al estar frente a Alexander. Unos ojos turquesa lo petrificaron, sus labios rojos se abrieron para mostrar sus dientes blancos y hermosos, el aroma de millones de flores golpearon su nariz.

                ¡Celebremos! – gritó al rey levantando su copa real.

                Alexander y Melody se casaron esa misma noche.

                Durante toda la boda la princesa no habló, sólo sonreía y en verdad se veía feliz.

                -Vamos a nuestros aposentos – dijo por fin la princesa, con una voz pura, transparente, fina, melodiosa.

                ¡Qué feliz era Alexander!, con sólo desearlo se encontraba ahora con la princesa más hermosa del mundo y estaba a punto de hacerle el amor.

                Dos horas tardó la princesa en desnudarse, su cuerpo perfecto estaba en el tálamo nupcial listo para recibirlo, a una señal por demás provocadora de la princesa, Alexander se acercó a ella, un vitral detrás iluminaba la belleza de su princesa, su princesa multicolor.

                Un ruido de cristales rotos interrumpió el silencio del momento, luego el grito desgarrador de la princesa hizo que los invitados corrieran a la alcoba a ver lo que sucedía.

                En el piso estaba Alexander con una flecha en el corazón, nadie supo cómo llegó, nadie supo quien la lanzó, el príncipe murió en poco tiempo.
               

Moraleja: Lo que fácil llega, fácil se va.

                

sábado, 22 de septiembre de 2012

La luna





La hija del Tiempo salió temprano de sus habitaciones en el sagrado castillo de su padre. Comenzó a caminar por los amplios jardines y no tardó mucho en llegar a un arroyo que desembocaba en un lago de plata. Se despojó de sus ropas y se introdujo en las frescas aguas. Después del baño, enjuagó y secó su larga cabellera negra que contrastaba con la deslumbrante blancura de su piel. Ahí, donde las gotas que caían de su cabello se perdían en la tierra, nacían las flores más hermosas, con el mismo aroma que guardaban las suaves fibras capilares de las cuales habían caído. Anduvo un rato por la ribera pensando en la sensación de felicidad que la embargaba y agradeciendo a los dioses por ello.

Se detuvo frente a una visión extraña. Un extranjero, venido de muy lejos, sin duda, ya que no vestía con los colores del reino. Debía ser un guerrero, pues tenía la mirada dura y lejana, los dorados cabellos caían hasta los hombros y su piel, a diferencia de la blancura de la princesa, era levemente rojiza. Él no le vio. Bebió un poco en las aguas del lago y dejó que su cabalgadura lo hiciera también. Después se marchó sin mirarla siquiera.

Ella le siguió, durante un tramo, a través de los bosques que circundaban el castillo pero no le alcanzó. Sentía curiosidad. Quería saber todo y más de aquél extraño. Cuando lo perdió de vista regresó a su hogar, la mirada inundada de tristeza y los brazos lastimados por los espinos del bosque, lugar al que nunca antes se había aventurado.

Su padre, anciano y sabio, blanco y deslumbrante como ella misma, adivinó algo diferente en su actitud.


-¿Qué sucede, niña mía?
-Vi a alguien. Distinto a nosotros. No pude preguntarle quién es. Le seguí pero no le alcancé. Monta una  bestia desconocida para mí.
-¿Por qué le seguiste?
-Porque no me vio y nunca me había pasado eso. Incluso las flores voltean al verme pasar y el manantial acelera su paso para darme la bienvenida con sus mil voces, las aves guardan silencio cuando saben que vendré y el viento detiene su continua marcha en el instante en que mis pies suenan en la hojarasca...
-¿Qué esperas de ese guerrero entonces? -dijo el Tiempo tristemente, sabiendo que el momento que tanto temía estaba por llegar.


La princesa se sorprendió por un momento. Luego recordó que su padre lo sabía todo. Siempre lo sabía.


-Quiero que me vea. Que su mirada me de calor. Ser importante para él. Creo que estoy enamorada.


Su padre le miró con ternura y tristeza. Le dijo lo que tenía que ser dicho. Era su deber. Lo había sabido durante siglos y ahora había llegado el temido instante.


-No puedo ayudarte.


El Tiempo vio a su hija salir por el portal, vio alejarse su reflejo en el mármol blanco del amplio corredor y suspiró resignado, consciente de que nunca más la iba a ver entrar por ese umbral. Él mejor que nadie sabía que el destino debía cumplirse.

La princesa llegó  a la orilla del lago y lloró largamente, Lloró tanto que las aguas del lago subieron de nivel hasta alcanzar a cubrir los blancos tobillos y las hermosas pantorrillas. El espíritu que habitaba en el fondo del espejo de plata se compadeció de ella. Salió de las profundidades entre reflejos dorados, rojos y púrpuras. La princesa se protegió un poco los ojos con la mano derecha para poder mirarle.


-¿A qué se debe su llanto, princesa? -preguntó
-Quiero algo que no puedo conseguir.
-¿Qué desea?
-Que el guerrero de los cabellos dorados me mire, quiero poder seguirlo a donde él vaya, que sepa que lo necesito para poder continuar siendo.
-Ya veo.
-Y mi padre no quiere ayudarme.
-El Tiempo no puede, princesa. No tiene el poder. Pero yo sí.


La hija del Tiempo miró sorpendida al espíritu del lago  e hizo la pregunta:


-¿Tú puedes ayudarme?
-Sí. Pero solo si es algo que realmente desea.
-Es lo que más quiero.
-Aunque eso implique perder todo lo que conoce hasta el momento.
-¡Sí! -respondió la princesa.
-¿Quiere usted acompañar al guerrero que nunca se detiene en su viaje?
-Sí quiero.
-¿Por cuantas jornadas?
-Para siempre. Por toda la eternidad.


El silencio reinó de pronto. Pareciera que el espíritu del lago dudara de lo que estaba escuchando.


-¿Está segura de lo que pide?
-Sí -dijo ella firmemente.
-Necesito a cambio su cabello. No lo necesitará en el lugar a donde va. Cierre los ojos.


La hija del tiempo sintió un leve mareo. Se elevaba sobre el suelo, flotaba. Comenzaba un viaje eterno. Se convertía en la luna y el rubio guerrero, debido al deseo de la princesa se convertía en el sol. Justo en ese momento y en ningún otro es que el día y la noche comenzaron a existir.  

La luna aún trata de alcanzar al sol en su interminable viaje y recibe su cálida mirada, para poder ser. Cuando el sol no la ve, la luna simplemente no existe. Sin embargo, sus lágrimas de tristeza quedan regadas sobre la negra bóveda celeste y aparecen pequeñas luminosidades a las que los hombres han tenido a bien llamar estrellas.

Desde entonces, como recordatorio del mágico trato con el espíritu de aquél lago de plata, en la transición del día hacia la noche, el horizonte vuelve a cubrirse con sus resplandecientes colores. Y el anciano Tiempo, viendo por la ventana, envuelto en su manto de armiño,  recuerda que hace muchos siglos él tenía una hija que corría por los jardines de su castillo y que se forjó una romántica maldición que la tendría atada a un trágico destino hasta los confines de la eternidad.

-Le seguirás por siempre, mi niña, y te mirará, sin duda. Su viaje será tu viaje y lucirás tu blanca belleza gracias a él. Le seguirás por siempre -repitió el Tiempo- pero jamás estarán juntos: ese fue tu deseo.


sábado, 8 de septiembre de 2012

Primer día de clase




Se han generado tantas variantes y añadidos a esta historia -especialmente cuando es Ismael quien se encarga de contarla-, que no tengo más remedio que relatar los hechos tal como sucedieron realmente.

Ésta, amigos, es la verdadera historia.

Eran los primeros días del mes de septiembre, y nosotros regresábamos a la universidad después de un largo receso de dos meses. Aún había posibilidad de que cayeran algunos chubascos aislados, pero ese lunes en particular, el calor era poco menos que insoportable y no habían en el cielo nubes que prometieran que esa situación cambiaría pronto.

Después de varios semestres en la escuela, uno aprende cómo funcionan las cosas: qué es lo que debes pedir en la cafetería, a cuál de las cocineras le puedes coquetear para que tu orden de tortas de brocheta sea la primera en ser atendida, por qué corredor desfilan las chicas de administración y lo más importante, claro, que el primer día de clases nunca hay clases.

Se suponía que habíamos entrado a las dos de la tarde y para ese momento eran las cuatro. Ninguno de los dos profesores que nos darían clase durante ese semestre se presentó. Y en una tarde donde el sol caía a plomo, la situación se presentaba aburrida y todos, absolutamente todos, traíamos la inercia de las vacaciones, solo faltaba una chispa que prendiera la mecha.

-Vamos al DEPOrtivo.

No necesitamos de mucha insistencia, ni una invitación formal por escrito. El DEPOrtivo, era el depósito de cerveza situado a 500 metros de la misma, por la parte de atrás. Todos asentimos de buena gana, tomamos nuestras mochilas y libretas y fuimos a tomar una o dos cervezas. (A esa edad es para lo único que te alcanza, a menos que seas de los que trabaja y estudia, o un niño rico con mesada que puede estafar a sus padres cada que se le antoja).

Hice cuentas mentalmente. Dos horas. Me alcanzaba perfectamente para llegar al expendio, platicar con mis cuates, tomarme las dos cervezas, regresar caminando tranquilamente y pasar por mi novia al edificio contiguo a la hora de la salida.

Llegamos y pedimos nuestra respectiva bebida refrescante. En semanas recientes había salido una nueva marca en presentación de medio litro, por el mismo costo. Como estudiantes, eso nos animaba a tomar más, pagando lo menos. Charlamos sentados en la acera, bromeamos, reímos a carcajadas, nos golpeamos como todos los amigos hacen. Todo era tranquilidad hasta que llegó él.

En todos los grupos de amigos, siempre hay alguien que pone el desorden. Uno, dentro de toda la palomilla se destaca por ser el incitador de las más grandes juergas o las más peligrosas. Justo cuando otro camarada y yo nos levantábamos, satisfecho nuestro antojo de la consabida bebida de cebada del primer día de clases, se apareció en la esquina.

-¿A dónde van?
-A mi casa -dijo Flavio- estoy cansado.
-¿Y tú? -dijo mirándome.
-Yo aún tengo que pasar a la escuela. Mi novia sale a las seis.
-Todavía alcanzas.
-Es para irme tranquilo caminando. Además ya no traigo dinero.

En ese momento debí irme, sin que me importara nada. Ni lo que dijera él, ni que mis amigos me tacharan de mandilón. 

-Yo pago. Otra ronda para todos -dijo solemnemente.

Todos accedieron riendo de buena gana. Yo pensé: Una cerveza y me voy. No hay problema. Aún tengo tiempo suficiente...

-De una vez que sean dos rondas. Yo pago. -Volvió a decir cuando todavía no destapábamos la primera cerveza que había invitado.

Yo seguí con la idea de tomar solo una y cuando la terminé y comencé a despedirme se paró frente de mí.

-¿A dónde vas?
-A la escuela por mi novia.
-Te falta una cerveza.
-Ya no quiero.
-Si no te la tomas, no te vas.- y le sacó la corcholata, ofreciéndome la botella.

De verdad no sé que extraña lógica se enmarañó en mi mente, que pensé que lo mas sensato y rápido era darle gusto para poder largarme lo antes posible. Era la década de los noventa y sonó un mensaje en mi enorme celular Nokia, regalo de una hermana, porque yo no podía darme el lujo de comprarme uno.

Novia: "Ya salimos. ¿Dónde Estás?"

Tomé la botella de medio litro y me la bebí de un sorbo, sin miramientos, sin pausas, sin respirar. Pedí dos pastillas de menta a mis amigos para no llegar oliendo a alcohol con la damisela que me esperaba y me fui corriendo a su encuentro.

Aún no sé a qué debiera culpar en mayor medida: El no haber comido ese día, los dulces de menta, la cerveza tomada de un solo trago -Hidalgo, le decimos en México-, el haber corrido esa pendiente o a la ansiedad porque mi novia me iba a regañar si llegaba tarde. El asunto es que llegué mareado, muy mareado con ella. Nos saludamos con un beso en los labios y me preguntó si estaba bien. Dijo que estaba muy pálido.


-No es nada, de veras -le contesté.
-Andabas tomando, ¿verdad? 
-Me tomé unas cervezas con mis amigos.
-Jum... -refunfuñó.

Obviamente, las pastillas de menta no habían servido para maldita la cosa. Y yo cada vez me sentía peor. Llegamos a la parada del camión y me mareaba cada vez más. Sentí como la espuma de la cerveza regresaba por mi nariz. Ella se asustó y fue a buscar ayuda con mis amigos. Yo apoyé ambas manos en la palmera más cercana para no caerme. No tardó mucho en regresar con back up y se marchó, no sin antes sentenciarme con la mirada y con un:

-Mañana hablamosss...

Lo dijo así, prolongando la S final, con la clara intención de que me sintiera culpable durante todo el tiempo que pasaría antes de volver a vernos...

Eso fue todo. No pasó nada más. Así de simple fue el asunto. Todos aquellos que les hayan dicho que duré tres horas abrazando la palmera, declarándole mi amor, cantándole canciones apasionadas a la luz de la luna y que los cocos que tuvo la primavera siguiente fueron hijos míos no reconocidos, mienten descaradamente o estaban más borrachos que yo.

Éso fue lo que en realidad pasó, apreciables lectores. Lo juro. Doy fe.