El olor a tierra mojada llenaba la habitación en la que no se podía escuchar otra cosa que el canto de los grillos. Ni el monótono tic-tac del reloj de pared al que estaba tan acostumbrado.
Me desperté con un dolor punzante en el codo izquierdo, seguramente a causa del frío del piso. No recordaba cuánto tiempo había estado ahí, tendido boca abajo, sobre aquellas losetas color teja. Me di la vuelta. El foco de 100 watts que pendía en dirección a mi cara, lastimó mis ojos. Los volví a cerrar.
Traté de recordar por qué estaba ahí, pero fue en vano. El dolor de cabeza me hizo incorporarme hasta quedar sentado al centro de esa habitación que desconocí. Toqué mi mejilla y quité de ella un poco de algo que me incomodaba. Sonreí al deshacer con la yema de los dedos aquello que retiré.
-Sangre seca -dije para mí.
Me levanté con dificultad, todavía mareado por el golpe. Avancé hacia la puerta sin cerrojo, abierta diez centímetros al menos, pero no me decidía a salir. ¿De quién era esa casa? ¿Por qué estaba yo ahí? ¿Quién me había golpeado en la cabeza por la espalda?
Quise saber la hora, pero no traía reloj. Intenté buscar uno en las otras habitaciones, una videocasetera, un despertador electrónico, pero el único que encontré estaba desconfigurado, mostrando intermitentemente las 12:00 am. Quise llamar a alguien para pedir ayuda, pero volví a recordar que no sabía donde estaba. Pronto llegué a una conclusión: cualquiera que me hubiera golpeado la primera vez, podría volver en cualquier momento. Así que tuve que tomar una decisión.
Salí de la habitación con paso vacilante, llegué a un balcón y vi las escaleras mojadas de lluvia que desembocaban en el portón que -de momento- representaba mi libertad y mi alivio. Bajé sin hacer ruido, dándome cuenta que las demás habitaciones de aquella construcción tenían las luces apagadas. El candado estaba puesto y la frustración me hizo estremecer. Como pude, me las arreglé para saltar la reja del portón, con el corazón en la garganta, deseando que nadie pasara por la calle, pensara que era un ladrón y me pegara un tiro.
Al caer en la acera escuché voces, discusiones de un grupo de borrachos, así que la emprendí en dirección contraria. Poco a poco llegaban a mi mente recuerdos esporádicos de una discusión, gritos, amenazas de muerte... pero nada con la suficiente claridad. Sin embargo, la conclusión a la que había llegado era obvia: yo no debía estar ahí.
Era un pueblo, una comunidad rural, y eso me dio la ventaja de poder escabullirme por las calles completamente desiertas a esa hora de la noche, hasta poder llegar a lo que parecía ser la carretera principal. Suspiré aliviado pero no dejé de temblar. Además del frío -y de que estaba confiando a ciegas en mi sentido de orientación únicamente-, nunca me había sentido tan vulnerable, tan solo, tan a merced de todo...
Seguí caminando, hasta que las luces artificiales terminaron y el pueblo quedó atrás. El miedo aumentó y mi frecuencia cardíaca también. Los perros ladraban y los sentí allá lejos, atrás de mí. Me armé con tres piedras en cada mano y sin detenerme, dejé que la lluvia que empezaba a caer nuevamente, mojara mi cara y se confundiera con mis lágrimas.