Erase una vez, hace muchos, muchos años, en un lugar muy lejano (probablemente en Estados Unidos, tierra del californiano Walt Disney, responsable de que las mujeres de mi generación -y de varias más- crecieran con una idea absolutamente distorsionada acerca de los conceptos de felicidad y amor, principalmente), un bosque encantado.
Pensándolo bien, un bosque encantado encaja de mejor manera en las tradiciones nórdicas e incluso en el folclor oriental, lo cual me obliga a olvidarme de la clase de geografía del mundo y recomenzar la historia:
Erase una vez, hace mucho tiempo, en un lugar muy lejano (cuya ubicación real se desconoce), un bosque misterioso del cual se contaban muchas historias fantásticas. Al norte del bosque se encontraba un impresionante castillo amurallado y rodeado de un foso que un día estuvo lleno de agua. En el castillo vivía un rey, con su única hija. La reina se había largado años atrás con un joven caballero que montaba un brioso corcel, del modelo más reciente (se cuenta que la reina no pudo soportar el seguir usando el mismo modelo de caballo por dos años seguidos, porque sería duramente criticada por las otras reinas, durante sus reuniones en el club. Otras versiones aseguran que el rey comenzaba a mostrar tendencias hidrocanoicas y su mujer no estaba dispuesta a soportar los chismes publicados en El juglar sentimental, panfleto más leído del reino).
En este hogar (castillo), sin la figura dominante y a merced de la sobreprotección del Rey, creció la princesa Cristal, que a diferencia de su nombre no era frágil ni transparente, sino dura y berrinchuda, como la mayoría de las mujeres (perdón, princesas).
No es difícil imaginar el carácter de una chica a la cual se le cumple cualquier capricho para tratar de compensar el abandono de su madre. Fue consentida más allá de los límites imaginables y por supuesto, cuidada en extremo para evitar que se hiciera ningún daño: le ocultaron todo tipo de herramientas (incluidas las ruecas, debido a una extraña fijación del padre), las tijeras, los tenedores (que eran un elemento de moda por aquellos días), los martillos, las escobas... Así que creció siendo una inútil que no sabía como usar ningún utensilio. Aunque eso no le preocupaba.
¿Por qué habría de preocuparse si lo tenía todo a la mano y al alcance de un grito de princesa consentida?
Tenía el poder, el oro para pagar a los mejores elfos cirujanos plásticos, a los más hábiles enanos joyeros y a las mejores hadas estilistas: el mundo era suyo.
Pero sucedió que un mal día llegó otro joven y galante caballero que cautivó con su hermosura (y con su brioso corcel) al Rey, cuyo problema hidrocanoico terminó por manifestarse abiertamente y cubierto solo con su manto de púrpura y armiño (cual Lady Godiva cruzando el pueblo de Coventry), huyó en ancas con aquél hermoso príncipe, perdiéndose ambos en el horizonte, al filo del anochecer.
La princesa que no tenía idea de como administrar un castillo o utilizar algún instrumento pronto quedó en bancarrota y se quedó solo con el castillo (propiedad que también perdió al cometer la estupidez de firmar como aval para una ninfa de dudosa reputación).
Así pues, no solo huérfana, sino desprotegida y sin un centavo tuvo que marcharse del lugar para tratar de buscar donde vivir. Sin embargo, el único camino que podía tomar cruzaba precisamente aquél bosque misterioso. Una de las hadas estilistas todavía le quiso hacer un favor:
-¡Ay, manis! Me da tanta pena tu caso... Tú que eras tan uff, tan nais, tan delajáis, mira que terminar así... Toma: te regalo esto.
-¿Qué es? -preguntó la princesa.
-Es una brújula, estúpida... Ay perdón, se me olvida que no conoces nada de nada. Esta es una brújula mágica que te permitirá encontrar lo mejor para ti, solo tienes que pedirlo con mucha fe y voilá, aparecerá frente a tus narices.
La princesa se alejó pensando que eso de creer en la magia era una tontería. Y se internó en el bosque...
Después de caminar un rato, se sintió totalmente maltrecha y dolorida. Tenía hinchados los tobillos (solo a alguien como ella se le podía ocurrir emprender el camino a campo traviesa calzando tacones del 16). Llegó a la orilla de un arroyo, se sentó sobre la grama y recargó los brazos en una piedra grande y lisa y comenzó a llorar con ese llanto agudo y entrecortado que tienen las princesas.
Lo único que había podido conservar de todas sus pertenencias era una bolsa de Gucci (obviamente finísima) en la que metió torpemente las manos para buscar un pañuelo con el cual poder limpiarse los mocos. Sus dedos encontraron la brújula que le dio aquella hada de apariencia andrógina y la sostuvo entre sus manos.
-¿Qué es lo mejor para mí? -Se preguntó.
-¡Hola!
Del susto la princesa saltó hacia atrás, con tan mala suerte que resbaló con un guijarro y cayó golpeándose muy fuerte en las nalgas. Concluyó que, definitivamente, esa caída no era lo mejor para ella y comenzó a maldecir.
-Hola -volvió a decir el sapo.
Era un sapo feo, como todos los sapos, de una tonalidad gris verdosa, con ojos pequeños y una boca muy grande. Aún así, tenía una voz extraordinariamente agradable y varonil. Medía casi 20 centímetros de cabo a rabo. También era un sapo muy educado y elocuente.
-Parece que estás en problemas.
-¿Problemas? ¡Claro que estoy en problemas! dijo la princesa apenas repuesta de la sorpresa (no se asustó, ni le pareció extraño encontrar un sapo parlante, pues vivía en un cuento de hadas).
Y le contó su historia.
Cuando hubo terminado, el sapo quedó pensativo por unos segundos y después comentó:
-Tienes suerte de haberme encontrado. Te puedo ayudar, pero para eso debes dejar que te de un beso.
-¡Guácala! -dijo la princesa- ¡Pero si eres un sapo baboso!
-Te dejo entonces seguir tu camino -sentenció el sapo gravemente.
-Está bien, lo haré -chilló ella.
Para su sorpresa el sapo era un excelente besador, lo cual hizo pensar a la princesa que ella no era la primera. Lo cierto es que una lengua de semejantes dimensiones (23 centímetros de puro músculo lingual) había posibilitado que el sapo lograra un extraordinario perfeccionamiento en la técnica del beso francés, que rayaba en lo artístico.
Una intensa luminosidad los envolvió a ambos y al diluirse, apareció ante ella un hombre que no era rubio, ni alto, ni usaba espada al cinto, ni montaba un brioso corcel.
-¿Eres un príncipe? -preguntó la princesa Cristal con la emoción brillando en sus ojos.
-No, soy un trabajador -dijo el tipo.
-Ash -dijo ella, francamente decepcionada.
El hombre trabajador fingió no escuchar aquella expresión y la guió a su casa, la cual era tan común como él.
-Aquí podrás quedarte -le dijo mirándole a los ojos- pero debes ganarte ese derecho, así que tendrás que ayudarme a limpiar, a ordenar, a lavar y a poner en orden la casa.
Mientras ella fregaba el piso y el hombre común lavaba los platos volvió a preguntarse ¿Cómo es posible que esto sea lo mejor para mí?
Al terminar y después de tanto fregar (actividad que se le dio de manera prácticamente natural: fregó todo el día), la princesa Cristal se sentía exhausta. Quería descansar y se dio cuenta que en aquella vivienda solo había una cama.
-¿Y tú dónde vas a dormir? - le preguntó al hombre.
-Es mi cama. Yo te permito dormir conmigo en lugar de hacerlo en el bosque misterioso.
La princesa soltó un pequeño gruñido, pues no tenía más remedio que aceptar. El hombre se acostó del lado izquierdo de la cama, cediendo una mitad para su invitada.
A la luz de la luna la princesa Cristal comenzó el ritual que toda princesa que se precie de serlo realiza antes de dormir. Y frente a los atónitos ojos del hombre que le observaba desde un almohadón de plumas de ganso, sucedió lo inimaginable.
Primero, se quitó las extensiones de cabello que colocó con cuidado en la mesita de noche. Después, frente al espejo, arrancó las dos tiras que sostenían las pestañas postizas y quitó los pupilentes de color. Luego se quitó la faja, el trasero postizo, los dientes falsos y terminó limpiando la pintura que le cubría el rostro, el cuello y parte del pecho. Al final solo quedó una figura humanoide, al parecer hecha de cartón (de ese color y textura), pues debajo de todo lo demás, solo eso había.
El otrora sapo no podía dar crédito a lo que veían sus ojos y salió a mojarse el rostro con el agua de la garrafa.
-Qué asco -dijo para sí- y pensar que yo me atreví a besar esa cosa...