Camina sin prisa, sintiendo el asfalto quemante bajo la suela de los zapatos. El pantalón negro absorbiendo los rayos del sol de las dos de la tarde. Traga saliva y mientras se protege los ojos con la mano izquierda, desea estar bebiendo una cerveza, sentado en la terraza de cualquier bar.
A su memoria llega, como una ráfaga, el recuerdo de ella.
Pero no piensa en sus ojos color avellana, ni en aquellos labios en forma de corazón; sino en lo más excitante de su anatomía femenina: las blancas piernas.
Recuerda la tarde -tan calurosa como ésta- y cómo le vio descender del coche color plata: llevaba una minifalda de mezclilla que dejaba al descubierto las torneadas extremidades rematadas en zapatos altos de charol rojo que hacían juego con sus labios. Extraordinariamente difícil contemplar esas pantorrillas con la boca cerrada.
Recuerda también la reconfortante sensación del aire acondicionado al entrar en la sala de cine y cómo -deliberadamente- le cedió lugar a su derecha, para contemplarle por la espalda.
Tiene presente cada detalle: la penumbra de la sala, los asientos elegidos, los desnudos gratuitos de la película de Milcho Manchesvki en la pantalla, el fugaz atisbo a la blusa abierta hasta el tercer botón y el cómo se acercó al cuello de la chica para hacerle sentir su aliento y murmurar en su oído me gustas. El recorrido intencionado del dorso de su mano sobre aquel hombro y aquel brazo desnudos; consciente de la reacción que provocaría.
Sonreía, lo recuerda bien. Maliciosamente, si se quiere. Recuerda cómo su mano siguió camino hacia los muslos, bajo la minifalda azul. Ella le dejó hacer, mostrando esa sonrisa que aún ahora, pasado el tiempo, le hace estremecer.
Él sonríe nuevamente, a pesar del calcinante sol, disfrutando cada uno de los recuerdos que acuden a su memoria, gozándolos, saboreándolos con avidez, como si fuesen chocolates robados.