martes, 1 de diciembre de 2015

Voy a besarte




Voy a besarte, te lo advierto.
Voy a besarte como nunca y como a nadie,
como si lo que hay entre nosotros fuera cierto.

Voy a besarte como un loco, 
con desesperación, con impaciencia, 
y me regocijaré al ver en tu semblante
la explosión de sensaciones que provoco.

Voy a besarte con violencia,
con esa furia que tan bien conoces;
con la pasión que desata tu demencia
y se alimenta de perversos roces.

Voy a besarte con total descaro,
frente a la gente y sus gastados juicios:
todos aquellos que no tienen claro
cuánto gozamos nuestros sucios vicios.


Voy a besarte, amor, hasta que duela
y se desborde el manantial de tu deseo,
y la pasión entre los dos forme una estela

y el día se vuelva noche nuevamente, 
cuando la luna me sorprenda en nuestro lecho
besándote otra vez como un demente.







domingo, 1 de noviembre de 2015

El colgado




Faltan 5 minutos para las 6 de la tarde en el reloj de pared de la sala. No hace frío, pero el viento  se escucha soplar más fuerte de lo habitual  afuera de la casa. Un niño de unos 6 años muere de aburrimiento frente al televisor, recostado en el sofá con una almohada bajo la nuca.
Su madre aparece en el marco de la puerta y con un ademán le indica que es hora de ir a traer el pan.

A los seis años, aún no ha aprendido argumentos para negarse y, además, él mismo deseaba que sucediera algo que le sacara de su inmovilidad.

Al dar la vuelta en la esquina se da cuenta que el movimiento de las personas a esa hora de la tarde es inusual. En el lugar donde se reúnen los teporochos del barrio (así les llama su padre) hay una patrulla con la torreta encendida y la gente busca con la mirada algo en el segundo piso de la casa de la esquina.

Entre la multitud de curiosos, alcanza a reconocer a uno de sus compañeros de la primaria. Como quedaban en el camino hacía la panadería, es inevitable pasar junto a él y su madre que le sostiene con fuerza de la muñeca, como si creyera que su hijo le pudiera ser arrebatado por el viento. Al preguntarle al otro niño qué era lo que sucedía, él solo le señala con el dedo hacia una ventana del segundo piso, donde se ve a contraluz la silueta de un hombre que se balancea como si solamente estuviera...



-¿Colgado? -es lo que el niño escucha preguntar a su madre a la otra señora.
-Sí. Al parecer no se habían dado cuenta hasta hace un rato.
-¿Y por qué lo hizo?
-Nadie sabe. Pero mañana le pregunto a la señora Lucrecia, que vive aquí a la vuelta. Ella siempre se entera bien de las cosas.



Madre e hijo se alejan de los curiosos, con rumbo a la panadería. Una vez ahí, el chico observa a su madre escoger las cinco piezas acostumbradas. De regreso tienen que pasar por el mismo lugar y él se cubre los ojos con la mano. No tengas miedo escucha la voz que le habla desde allá arriba, desde la altura de los adultos. Él desearía no tener miedo, pero eso a veces resulta un poco difícil. Especialmente cuando eres un niño. Especialmente cuando ves el cuerpo de un hombre sin vida balancearse lentamente, pendiendo de una cuerda atada al cuello. El miedo resulta inevitable. Sobre todo, cuando estás seguro que el colgado volteó y clavó en los tuyos la mirada de sus ojos muertos...

jueves, 1 de octubre de 2015

Encuentro



No me había percatado que él estaba ahí, de pie, observando a las personas que avanzaban en  sentido contrario a su posición.

Me sorprendió descubrir sus ojos fijos en mí. Nuestras miradas se encontraron por un momento y pude percibir la tensión en su mandíbula, el apretar de los dientes. Supe que desviar la mirada podría interpretarse de muchas maneras, ninguna conveniente para mí, así que sostuve la de él, mientras asumía que él apretaba los puños.  Al menos, eso me dijo su expresión.

Su apariencia era diferente a lo que yo recordaba de él. Tenía menos cabello, se veía más pesado y parecía cansado, pero no de ese cansancio debido al trabajo o la actividad física: cansado de sospechar, de inferir, de no dormir pensando en todo lo que pudo haber sido y que él no era capaz de asegurar. Las líneas de expresión en su frente me lo confirmaban.

Sentí sus deseos de hacer algo; gritar, golpear, preguntar...

Mientras nos veíamos sin parpadear, dije su nombre alto y claro, a manera de saludo, y lo complementé con una ligera inclinación de cabeza, apenas perceptible. Ni siquiera recuerdo si hubo en mi mueca un esbozo de sonrisa (algunos podrán llamarlo cinismo; para mí, era solo una estrategia de defensa). Yo seguía caminando en dirección contraria de donde él se encontraba de pie, estático, recargando el hombro izquierdo en la pared.

El que yo lo saludara lo sacó de balance. Creo que no esperaba que pudiera hacerlo. Pasé a escasos cinco metros de él y seguí caminando hasta dejarlo atrás. Sentí su mirada clavándose en mi espalda como una daga afilada. Pensé en ella. Debía estar muy cerca de ahí, quizá detrás de la puerta más cercana a él, la que parecía defender como un perro guardián. No lo culpo.

Sé que me odia, sé que sospecha pero no está seguro. Sé que pudo golpearme, de frente o por la espalda y sé que yo no hubiera hecho el menor intento por defenderme. Sé que no podrá resolver su duda. Sé que me matará si confirma eso que no le deja dormir. Sé que es muy difícil que se presenten las circunstancias para que me encuentre con ella. Sé que desearía que sucediera de nuevo. Sé que estuvo mal desde el principio y sé que lo volvería a hacer una y otra vez. Sé que soy un estúpido y sé que soy un suicida. 

Pienso que en mayor o menor medida, todos lo somos y cada quien busca la forma de matarse a su manera...

martes, 1 de septiembre de 2015

La otra Lolita



Por la posición del sol en la escena, deduzco que era más o menos esta misma hora.

Primero aparece Melanie Griffith como Charlotte Haze, mostrando el lugar a Jeremy Irons, efundado en su papel -y en el traje- del nuevo profesor de literatura de la Universidad de Bearsville. Inmediatamente después la cámara descubre detrás de un seto a la muy desarrollada Lo (Dominique Swain), quien hojea una revista mientras el agua del aspersor moja su vestido, lo cual permite que puedan verse su piel y sus formas a través de la inevitable transparencia.

Durante el siguiente acercamiento a la expresión del profesor Humbert, el espectador se da cuenta que ese primer contacto visual es el comienzo de la caída del personaje. Desde entonces se le adivina  hechizado por los encantos de Lolita. Desde ese momento se intuye que ella será su perdición. Los 58 segundos que pasan desde que el profesor entra en escena hasta que Dolores Haze le sonríe me parecen extremadamente sensuales, aunque de una manera tensa y llena de dolor: el preludio de una caída estrepitosa.


Esto no es un jardín sino la piscina de un hotel de playa y yo no soy un profesor de literatura, pero sí lo soy de inglés. Es el mes de septiembre y el día ha estado radiante, pese los pronósticos de huracán. La inclinación de los rayos del sol  no hubiese logrado que mi memoria evocara la escena de la película de Lyne, de no ser por la chica adolescente que se encuentra leyendo a unos metros de mí.

Tratando de que mi movimiento pase inadvertido me coloco justo frente a ella. Debido al diseño de la piscina, en esa zona nos separan unos cinco metros, aproximadamente. Ella está sentada a los pies del camastro donde se encuentra dormida su madre. Demasiadas piñas coladas. Tiene las piernas metidas en el agua, un top negro y lentes oscuros. El cabello suelto y ondulado resalta sobre sus hombros y, contrastando con el top, el calzón del conjunto es de color azul celeste, solo un poco más oscuro que la pintura del fondo. Casi me siento un degenerado, mirándola de esta manera.

Ahora he logrado ver la tapa del libro que tiene en las manos: María, de Jorge Isaacs. Me pregunto qué parte de la historia de María y Efraín es la que lee en este momento. Ella cierra el libro y se quita los lentes de sol. Mira distraidamente alrededor y su mirada se cruza con la mía. Sus pestañas son extraordinariamente tupidas y ella me sonríe mostrándome los brackets como la Lolita de Lyne lo hace con el profesor Humbert. Mi corazón late con fuerza.

No, no sucederá. Las historias de cine no se repiten en la vida real. Yo no la conozco y ella no me conoce: no existe el riesgo de que esa sonrisa sea el preludio de mi desastre personal, de mi propia caída estrepitosa.

Ella vuelve a sonreír mientras yo no puedo dejar de mirarla fijamente...


lunes, 10 de agosto de 2015

Guardar



Una hora. Quizá dos. Probablemente más. 

No quiero pensar en el tiempo que he pasado haciendo girar el cursor del ratón alrededor del pequeño icono azul en la parte superior de mi pantalla. Es como si tuviera miedo. Miedo de borrar el archivo una vez que por fin me haya decidido a presionar el botón.

Comencé escribiendo acerca de los eventos fortuitos que desencadenaron en nuestro último encuentro (un encuentro no menos apasionado que los anteriores). En mi mente repaso cada escena, como si viera una película. Desde la manera accidental en que tropezamos el uno con el otro a cien metros de mi casa. El diálogo que pretendía ser espontáneo. La invitación a tomar algo. El asentimiento casi silencioso. El nerviosismo. El temor (sempiterno) a ser descubiertos. El alivio de cerrar la puerta tras nosotros. El abrazo largamente deseado y al fin obtenido. Los besos que saben a fruta prohibida...

Me levanto de la silla y me dirijo a la cama. Me recuesto en el mismo lugar. Cierro los ojos para pensar en ella y en las cosas que dijo (yo sí conozco una manera mejor). Su imagen se dibuja más clara que nunca. Y no puedo evitar el recuerdo de aquella última vez que le vi, desde un segundo piso. Ella no se dio cuenta de que le observaba. Le vi caminar, radiante como siempre.   Sonreía y se alejaba. Su cabello era más largo de lo que yo recordaba y su sonrisa también. Un pensamiento acudió a mí.


Será que ya es feliz...


Respiro profundo. La locura que nos unía era tal vez demasiado peligrosa. Quizá lo mejor es que suceda esto que presiento. Ella se aleja. Yo miro el calendario en el reloj de pulsera. Sonrío sin alegría y me dirijo de nueva cuenta hacia el ordenador. 

En voz muy baja, como si ella estuviera aquí, sentada a mi lado, digo de manera casi imperceptible Feliz Cumpleaños...

(Clic en Guardar)

miércoles, 1 de julio de 2015

La francesa



La conocí cuando el año agonizaba. La tarde era fría y por eso ella llevaba unos mallones color humo bajo la minifalda negra. Ella pidió limonada y yo, como siempre, café. Conversé con ella y con sus ojos color almendra. Ninguno de los dos hizo nada por disimular que disfrutamos estar juntos desde esa primera vez.

Cuando salimos del lugar el frío calaba inmisericorde y una leve llovizna invernal comenzaba a cubrir de humedad las baldosas de la plaza. Le dejé salir antes que yo, como haría cualquiera que pretendiera ser caballeroso, sin embrago mi mirada se desvió hacia su hermoso trasero, cosa que notó, sin duda. Me lo dijo esa sonrisa que aprendí a identificar desde entonces. Ella siempre fue mujer de iniciativa así que me tomó de la mano y caminamos durante un rato por las calles húmedas del centro de la ciudad. Cuando nos detuvimos y clavó en mi sus ojos maravillosos, comprendí que tenía que besarla y lo hice, como hicimos tantas cosas desde entonces: con descaro.

Al primer beso, cargado de pasión, le sucedieron otros, esa noche y muchas más. Fuimos las caricias clandestinas, las miradas de complicidad, la pasión desbordada: nuestras soledades se complementaron y se hicieron amigas.

Ella no nació en Francia, pero siempre fue una apasionada del idioma de ese país y a mí me complacía saberlo y acompañarla mientras repasaba sus lecciones. Si le llamo Francesa es por decirle de alguna manera y no gastar su nombre ni ensuciarlo. Su nombre puro, blanco, cristalino, quedará grabado en mis memorias, junto a lo mejor de mis recuerdos.

Un día ella dijo que me amaba y yo no estaba listo para eso. Aun así, le amé a mi manera, una forma de amar que ella nunca pudo comprender.

Cierta noche fría y lluviosa nos despedimos; ella lloró desde el primer momento y yo al doblar la esquina. Seguimos cada quien por rumbos separados y, desde ese momento, le perdí la pista.




Ayer, después de muchos meses, un número conocido centelleaba sobre la pantalla del móvil: era ella.


Hablamos de cualquier cosa y tuve la impresión de que evitábamos algún tema. Como he dicho antes, es una mujer de iniciativas.


-Quiero verte -dijo.


Y eso bastó para concertar una cita y perderme nuevamente en su piel blanquísima y su cabello castaño, Los besos tomaron el sendero de su cuello y los dedos ascendieron por su espalda. Besamos cada centímetro de la piel, nos devoramos a besos. Nuestras ansiedades volvieron a juntarse, a tensar la delgada cuerda que nunca ha dejado de unirnos, a estallar... Las horas se acortaron por no sé que extraño hechizo y la noche se disipó de repente.




Hace un rato desperté. La busqué en mi cama y no la encontré. En el aire flotaba esa sensación que solo percibe aquél que está acostumbrado a las despedidas. Al entrar al baño, lo que encuentro sobre el espejo, escrito con su lápiz labial me lo confirma:



"Merci", dice en primera instancia, luego mi nombre y al final un pequeño corazón. Un escalofrío de certeza me recorre la espalda y, recordando las tardes en que tirado sobre su cama le ayudaba a estudiar sus lecciones, aspiro con fuerza las reminiscencias de su perfume y digo en voz muy baja:


-Merci, mon amour...



lunes, 1 de junio de 2015

La niña


No pienso dejar de escribirte, de reconstruirte con palabras...



Es media tarde y el aroma que trae el viento y mueve las hojas de los árboles del parque me dice que lloverá pronto. Levanto la vista hacia el cielo y las nubes que alcanzo a ver me lo confirman.

La observo desde una distancia que considero adecuada. Lleva el cabello suelto y el viento que arrecia se lo lanza a la cara con con impunidad. Me gusta lo que veo: su piel extraordinariamente blanca, su rubia cabellera, los labios muy rojos y un vestido de color claro que le ajusta maravillosamente.

Adivino la tristeza en sus ojos, aun desde aquí. Hace tiempo que decidí amarla así, a la distancia, con ese tipo de amor que ella no comprende. 

La veo secar una lágrima que no alcanza a contener. No se ha dado cuenta que la miro.

Sufre. Sufre por amor, como antes, como las otras veces, como todas las veces. Sé por la expresión de su rostro que vuelve a hacerse las mismas preguntas, las que no ha sabido cómo responder.

Me gustaría decirle que todo estará bien, que el dolor pasará, que no hay nada malo en ella, que mucha gente la ama, pero su propia necedad de mujer enamorada cerrará sus oídos a las cosas razonables que ya se le han dicho antes.

Ella no puede amar de otra manera, no sabe. Se entrega así: totalmente. Yo quisiera pedirle que pare, que el amor no puede ser unilateral, que la inmensidad de su amor no provocará que la otra persona le ame de la misma manera solo por ver como su corazón se inflama en el sentimiento. 

Pronto lloverá. Presiento la tormenta en el cielo y en sus ojos. 

La niña no me ve, pero de alguna manera sabe -siente- que estoy pendiente de ella. Yo permanezco aquí, observándole desde lejos, viendo como se estrella nuevamente contra el muro al que le arroja su amorosa impetuosidad. 

Nada puedo hacer, salvo permanecer aquí, esperando, por si acaso me necesita...

viernes, 1 de mayo de 2015

El cantautor



Las luces del área de mesas se apagan y un haz circular golpea con su intensidad el escenario.  Al centro hay un hombre joven que intenta ocultar las ojeras bajo el ala de un sombrero panameño estilo Savannah. Lleva unos jeans raídos y Chuck Converse en color rojo. Es flaco, como la mayoría de los músicos que ella conoce.

Junto a la chica están sentadas dos amigas suyas, tan ruidosas como ella misma. Ambas se despiden dándole un beso en la mejilla justo a la una de la mañana. 

Dos mojitos más generan en ella un calor corporal generalizado y la valentía suficiente. Toma una servilleta y escribe algo con un bolígrafo de tinta azul. La dobla en cuatro partes más y presiona sus labios -previamente retocados- marcando en ella un beso color vino. Se levanta decidida y coloca aquel pedazo de papel sobre el atril, para después volver a su mesa,  frente al joven trovador que en ese momento termina la pieza que interpretaba.

Acostumbrado a tales demostraciones, toma la servilleta y la lee en silencio. No puede evitar sonreír ante el Me gustas que ha vuelto a colocar sobre el atril. Busca los ojos de la chica con la mirada y les saluda con una ligera inclinación de cabeza. 

Ella usa una chaqueta beige con zipper al frente. Lleva además una blusa blanca  y  shorts azul cielo de botones metálicos. Las zapatillas son exactamente del mismo tono que la chaqueta y están rematados en la parte externa por un adorno cromado, con forma de hebilla, de unos dos centímetros de ancho.

Cuando termina la presentación sólo quedan unas diez personas en el bar, contándola a ella. Él mete la guitarra al estuche y se coloca éste en el hombro. Salta desde el escenario ignorando, como siempre lo hace, los tres escalones que hay para bajar.  Se dirige a la mesa donde ella corre una silla para que se siente a su lado, mientras el ron y la emoción hacen hervir esas tersas mejillas.

Beben un poco más. Intercambian nombres y números telefónicos. No tardan mucho en llegar los primeros besos, las primeras caricias. Fuman un cigarro light entre los dos y van en busca de un lugar donde los cuerpos se acaricien con más libertades. En determinado momento ella sujeta las manos de él y le impide continuar al tiempo que dice, con voz entrecortada: No, no quiero...

Él cree haber escuchado la negativa, pero no está seguro. Decide proseguir acariciando, besando, provocando; pero ella vuelve a decir  que no.

Se siente irritado. El cuerpo que tiembla entre sus brazos grita sí, pero aquella voz diminuta ha manifestado su decisión. Él se resigna al fin y se aparta de ella. En su mente surge un término que descubrió recientemente: calientachiles*

El cantautor podría molestarse con toda justicia, pero tiene un mejor plan, el cual va detallando en su mente mientras se coloca la camiseta. 

Lo primero es retirarse con algo de dignidad; ésta noche se perdió una batalla, pero se avecinan varias más, eso es seguro. Así que no hay porqué desgastarse. 

Lo siguiente –lo que constituye la verdadera revancha– es hacer que la chica se apasione, que sea ella quien lo busque, llevarla a un punto en el que estar con él se torne prácticamente una necesidad. 

El medio en el que se desenvuelve le ha dado al cantautor las herramientas para llevar a cabo lo que se propone: hábil en el uso de las palabras y conocedor de la psicologia femenina, sabe lo que las mujeres quieren escuchar.

Pero el recurso principal con el que cuenta es la paciencia. Él no corre ninguna prisa y estas cacerías le producen infinito placer. Sabe que las llamadas que le conteste, los mensajes que le envíe, las inflexiones de voz, las palabras escogidas con precisión quirúrgica, le conducirán a lo planeado: que sea ella quien suplique estar en su cama.

Es jueves por la tarde cuando aparece en el móvil del muchacho el mensaje que le hace sonreír de manera triunfal: Me haces desearte como una maldita loca... 

Aún sonriendo, pone el celular en modo silencioso, luego entrelaza los dedos de las manos detrás de la nuca y se recarga cómodamente en la butaca del cine. Mientras aparecen las primeras imágenes en la pantalla piensa que la paciencia es parte fundamental de su estrategia y se pregunta si ella también la tendrá. Probablemente hoy mismo obtenga la respuesta, pues ha decidido contestar el mensaje tres horas más tarde...




*Calientachiles es un adjetivo que mi amigo Manteka describe de manera magistral. Si quieres saber de qué se trata, da clic en el enlace que se encuentra en el texto.

¡Salud!


miércoles, 1 de abril de 2015

El álbum



Tomó el álbum de fotos entre sus manos. Lo contempló largamente y en silencio, como si no se decidiera a abrirlo. Las pastas eran gruesas y duras y, sobre un collage de recortes de partituras, aparecía una rosa de pétalos azules.

Acarició la orilla de la portada con los dedos medio y pulgar de su mano derecha, hasta hacerlos coincidir en la esquina inferior derecha. Y entonces lo abrió. 

Una andanada de recuerdos vino a su mente mientras recorría las páginas del álbum fotográfico, sonriendo y evocando los momentos de aquella historia, imposible de olvidar dada su intensidad.

Detuvo su exploración, y el sucesivo pasar de las hojas. Una fotografía en particular llamó su atención. La sacó de aquella página plastificada y  miró el reverso. Sonrió una vez más:  29 de junio de...

Y los recuerdos seguían acudiendo a su memoria, cada vez con mayor claridad:



Era un poco más de las tres de la tarde de un día que había comenzado frío, pero que ahora no lo era tanto. El mensaje de texto ya era esperado, así que lo leyó en cuanto sonó su móvil: Ya estoy aquí.

Respondió de manera simple: Sube, estoy en la oficina.

Era viernes. Para esa hora todos los compañeros de trabajo ya habían salido, dispuestos a gastar sus quincenas lo más rápidamente que les fuera posible y por esa razón el lugar estaba desierto. Solo se escuchaba el viento pasar entre las hojas de los sauces en el jardín contiguo.

Él sintió su presencia y giró la cabeza hacia donde estaba la hermosa visitante. Su silueta contrastaba contra la luminosidad del sol cayendo a plomo allá afuera, detrás de ella. Llevaba unos botines de gamuza, con tacón alto y agujetas. El cierre, de unos cinco centímetros, por la parte interna y en la externa un adorno en forma de hebilla. Sus piernas eran ajustadas por unos mallones color café oscuro. El color predominante en la minifalda era el gris y sobre la blusa clara traía una chaqueta corta, de esas que las mujeres llaman toreritas.


-¿Ya terminaste? -Preguntó ella desde el umbral.
-Ya. Solo estaba apagando la computadora. -contestó él.
-Perfecto.


Ella comenzó a andar hacia el escritorio, mirándole fijamente. Él disfrutó cada paso que dio, siguiendo con la mirada esa cadera que se balanceaba con aquella sensualidad innata en ella. Se detuvo frente a él y se inclinó, sin doblar las rodillas, para besarle en los labios mientras  sostenía la cara entre sus manos. Él correspondió a la tibia caricia cerrando los ojos. 

Ella se sentó sobre las piernas de aquél hombre, de frente y sin retirar la mirada, acercando su sexo al de él, quién por mero instinto volteó hacia la puerta, deseando que ninguno de sus compañeros llegase y los descubriera. Pero un pensamiento lo tranquilizó: viernes de quincena...

Consciente de ello, metió ambas manos por debajo de la falda, hasta sostener con ambas las bien formadas nalgas de la chica, siguiendo el movimiento, la cadencia, el vaivén que ella había comenzado minutos antes.  

La observaba complacido. Toda ella era excitante: los ojos grandes y expresivos, los labios intensamente rojos, el largo cabello oscuro, las mejillas encendidas a causa del roce íntimo.

Sacó sus manos de donde estaban y exploró con sus dedos aquella espalda debajo de la blusa, mientras la besaba entre el cuello y la mandíbula. Deslizó ambos índices suavemente y con habilidad en un movimiento que ascendió por las vertebras dorsales, hasta llegar a la altura de las escápulas. Desandó después aquél camino y, tomando la blusa por el frente con sus manos, la subió delicada y lentamente, hasta dejar al descubierto un par de senos hermosos, perfectos, como cincelados por escultores griegos. Aquella piel temblaba, ávida de caricias...


Sus recuerdos se interrumpieron de pronto, por el inoportuno sonido del teléfono en su escritorio. Bufó con evidente molestia y cerró de un golpe aquél álbum de pastas gruesas. 

Se levantó de la salita para atender la llamada y aún se dio tiempo de pensar en aquellas fotos, en aquella historia -corta pero intensa-, registrada para siempre en imágenes; en aquella mujer hermosa y atrevida que le seguía excitando y en el genuino arrepentimiento de no haber tomado aquella foto, frente al espejo de la posada y mientras ella se vestía: esa que siempre reclamó y de la que probablemente siga pensando que él mantiene oculta en su colección privada, únicamente para su deleite personal...



domingo, 1 de marzo de 2015

La pelirroja




Él siguió escudriñando detenidamente el piso de la habitación. Después de cinco minutos de labor, consideró terminada su cacería. En la mano izquierda sostenía tres o cuatro cabellos rojos de unos 30 centímetros de largo. Resopló con evidente molestia  cuando descubrió uno más sobre la almohada de su cama. Lo colocó junto a los demás, avanzó hacia el bote de basura y los dejó caer en él. Mientras los cabellos caían girando, su memoria comenzó a trabajar.



Habían estado jugueteando un rato y hablando de cualquier cosa: del trabajo de él, de los gustos de ella. Era el tiempo destinado al estudio del rival, donde todavía nadie enseña sus cartas. Pero las mujeres saben poco de mesura...



Él se levantó temprano ese día, pues le interesaba descartar cualquier evidencia. Sabía, por experiencias previas de la posibilidad de que la almohada estuviera manchada de tinte rojo de cabello. Ahora que había amanecido y que ella ya no estaba, fue lo primero que verificó. Suspiró aliviado al no encontrar lo que en ocasiones anteriores. Después de eso se dedicó a recolectar los cabellos.



Fue ella quien abrió fuego: un ataque franco y desparpajado, tal vez buscando intimidar al tipo que tenía enfrente. Él lo tomó con calma y no cedió terreno. Era importante la primera reacción y él estaba consciente de ello. Sonrió confiado y colocó el rostro de manera que la luz artificial le iluminara. Le miró intensamente, como si buscara entrar por las pupilas de aquellos ojos oscuros. Ella se ruborizó y torpemente quiso hacer un movimiento defensivo


-No me mires así -fue lo que atinó a decir. Y todavía agregó:
-Si me miras de esa manera, terminarás enamorándote de mí...


Justo ahí, al terminar la frase comenzó a sentir el calor, la contracción en el bajo vientre, la adrenalina... Y tuvo la convicción de que sería besada en los segundos subsecuentes. No se equivocó. Unos labios carnosos y expertos rozaron apenas los suyos haciéndole estremecer.



Era importante desaparecer cualquier rastro de que ella estuvo ahí. Normalmente a él no le hubiese importado, pero algo tienen los cabellos rojos (además de peróxido e intensificador de color) que hacen que cualquier visita que llegue a la casa, quiera conocer más detalles del encuentro cuando descubren ciertos indicios. Cosa que no ocurre con algún cabello rubio o moreno regado por el piso. 



Se besaron sin control y sin mesura, como si el mundo fuera a extinguirse la madrugada siguiente. Como hacen los adolescentes, los desahuciados, los que se aferran a la vida. Se besaron como se supone que debe hacerse: sin teorizar, sin pensar en lo que estaban haciendo, dejándose llevar tan solo por la emoción del momento. A ese primer beso le sucedieron dos mil más. 



Después de la última supervisión, aquél obsesivo se dio por satisfecho. Ahora ningún visitante podría cuestionar acerca de las cosas sucedidas en aquél segundo piso, basado en conjeturas provocadas por el descubrimiento de un cabello pelirrojo que una mujer hermosa perdiera sobre el piso de la casa. 

Después de todo, esas cosas son solo de dos...





domingo, 1 de febrero de 2015

Sin remordimientos


Aún no dan las 8 de la mañana y en la explanada de la universidad ya hay un mar de gente. Me las arreglo para caminar aprisa entre los muchos compañeros que hacen lo mismo en su afán de llegar a tiempo  a las primeras clases matutinas.

Tengo las manos en los bolsillos,  pues el frío del invierno deja sentir su rigor.

Al llegar al pie de la escalera los descubro, dando vuelta en el descanso que se encuentra justo antes de bajar los últimos diez escalones de concreto. Ella lleva leggins negros, botines y una chamarra café con peluche en la capucha. Él usa unos vaqueros azules, camisa clara  y tenis. Casi no reparo en él.

La que me interesa es ella: su piel tersa y apiñonada, el lustroso cabello lacio que le llega hasta la mitad de la espalda, las bien torneadas piernas, la sonrisa -hoy enmarcada por unos labios color carmín- y su belleza natural y cotidiana. Esa belleza que la marca que le dejó la viruela sobre la ceja izquierda, no hace sino acrecentar.

Me sorprende verles tomados de la mano. No sé si es por los tacones, pero ella luce más alta que él y desprende luminosidad. Él siempre ha sido opaco, gris; el tipo de persona que pasa desapercibida... y aún así van de la mano. ¿De todas las posibles opciones, por qué él? Siento surgir algo caliente dentro del pecho. Una mezcla de envidia y decepción.

Sonrío con descaro pues he tomado una decisión. Los espero al pie de la escalera para saludar a mi amigo, pero sobre todo para aspirar el perfume de ella al besarnos la mejilla. Sostengo su mano entre las mías más tiempo del necesario. Él parece no darse cuenta.

El primer paso está dado, sé lo que haré después. Me convenzo a mí mismo de que Armando no es tan mi amigo y de que utilizaré todos los recursos que tenga a mi alcance para concretar el despojo.

Ahora ellos caminan en diagonal por el centro de la explanada. Ella voltea discretamente hacia mí y sonríe con complicidad, mostrando esos labios color carmín que me obsesionan, a manera de confirmación. Mi arrebato pues, ha surtido efecto.

Me apoyo en la baranda mientras los veo alejarse un poco más y luego giro sobre mis talones para subir al tercer piso, brincando los escalones de dos en dos. Al entrar al salón mi pulso está acelerado y no es solo por la agitación del ejercicio: no puedo evitar mi sonrisa de triunfo adelantado. 

Quizá alguien pudiera pensar que soy una mala persona o un cínico. La verdad, es que yo no siento remordimiento alguno... 

sábado, 17 de enero de 2015

En reparación



Pues bien, por segunda vez desde el 2009 me toca a mí asumir el control momentáneo del blog, solamente para dar la siguiente información:

Es de las dos los tres lectores conocido el hecho de que El Borracho es un enfermo ha padecido de sus facultades mentales desde que nunca ha tenido  tiene uso de razón. Esto, aunado a una fuerte depresión (que yo atribuyo al día en que el zapping lo traicionó dejándole indefenso frente a un capítulo de la rosa de Guadalupe y un resumen con lo mejor del Teletón), lo mantiene fuera de combate y en estado catatónico y lo único que atinó a hacer durante la media hora que salió de su letargo, fue publicar el último post (el anterior a éste).

Sin embargo, los esfuerzos del médico brujo y el peyote medicinal que le está siendo suministrado al personaje arriba mencionado, parecen surtir efecto y la mejoría resulta evidente. Todo indica que pronto dejará de babear y el pañal para adultos ya no será necesario. 

Si evoluciona favorablemente,  estará en condiciones de escribir la próxima entrega el día primero de febrero.


Agradecemos las cartitas de todas y todos quienes se preocuparon. Reitero que, al igual que hace unos años, me toca tomar el control solo para manifestarles que pronto las cosas volverán a la anormalidad a la que los tiene acostumbrados aquél. Solo me queda pedirles que sigan pendientes  y como dice El Borracho cuando ya no sabe que escribir: ¡salud!



Este post es patrocinado por Tena (R).

domingo, 4 de enero de 2015

Tal vez...

Desde algún lugar del mundo, enero del 2015.



Tal vez se ha llegado el tiempo de comportarse de acuerdo a la norma, tal como lo hacen las personas cotidianas: de dormir temprano, de tener horas de sueño completas, de despertar sin sobresaltos, de prescindir de la cerveza barata de los bares y de las manchas de maquillaje en la solapa de mi saco...

Quizá es momento de sentar cabeza, de tener familia, automóvil y una tarjeta de crédito (todas esas cosas que corresponden a la gente de mi edad); despertar todos los días en la misma cama, recostado siempre junto a la misma mujer, de olvidarme de aventuras de nombres inventados que terminan al rayar la aurora...

¿Y si es verdad? ¿Y si tienen razón esas voces que me indican que debo dejar el idealismo a las generaciones más jóvenes, que ya no estoy para tales andanzas, que eso de luchar contra molinos de viento nunca ha sido para mí?

Tal vez sea tiempo de olvidar metáforas y asumir realidades; de olvidarme para siempre de jugar al escritor y dejar esto a los que realmente saben hacerlo; de aceptar que jamás seré un buen músico y convencerme de que no soy un artista ni el personaje invencible que intenté describir...

Tal vez ya es tiempo de escribir despedidas, de cerrar capítulos, de aceptarme como un elemento más en el sistema, de empezar a morir conscientemente, de enterrar en el pasado a la persona que estoy acostumbrado a ser y, sobre todo, de evitarle al mundo mis eternas e incómodas preguntas.

Quizá mañana cuando despierte, encuentre sobre mi mesa un sobre blanco, y dentro de éste una nota sin firma con la condena dictada sobre un papel sin membretes, indicándome: ya, es tiempo...

jueves, 1 de enero de 2015

Somos



La gente cuestiona, ¿cierto? Pero, ¿vale la pena responder?¿Tratar de explicar lo que jamás comprenderán?

¿Qué saben ellos: los lúcidos, los normales? Esos que critican y dan calificativos, ¿merecen respuestas?
Una cosa es cierta: lo nuestro puede ser tachado de todo, menos de ordinario.

Me pregunto si nosotros mismos, seremos capaces de describir lo que sentimos, lo que nos envuelve, el fuego que nos abrasa: esto que ni tú eres, ni yo soy, pero ambos somos.

Somos la noche de Samhain, a la puerta de mi casa, los más de 1200 kilómetros que nos separan, los 104 bocetos de tu desnudez que me observan en mi estudio.

Somos esta conversación, el código secreto que solamente tú y yo podríamos entender, los sonidos primitivos, los instintos básicos que han permanecido inalterados en las pieles y en los sentidos desde tiempos inmemoriales.

Somos la decisión de aislarnos del mundo cuando nos encontramos, de guardar lo que sentimos nada más para nosotros.
Somos tu piel desnuda, mi estertor en la madrugada, las pesadillas mutuas, el extraviarse en la desnudez del otro, el fuego que nos consume y que arde eternamente, como las brasas del infierno.

Somos tus amigas que me odian, las mías que no te soportan, los deseos que tu madre tiene de asesinarme. Somos el mismo fuego, nos inmolamos en la piel del otro, somos la respiración agitada antes del clímax y el desplome de los ídolos de piedra, la lluvia de cenizas, el renacer, el recomenzar: somos el ave fénix que emprende el vuelo batiendo las alas de tus labios en forma de corazón.

Somos los besos, el deseo, la lujuria... y tú gozas con ello, disfrutas ésta lascivia, la electricidad que eriza tu piel incluso antes de que mis dedos lleguen a tocarte.

Me acerco a ti lentamente y en silencio, como un felino que acecha a su presa. 

Somos amantes, lo saben nuestros cuerpos que contrastan sobre las sábanas. No deseamos compartirnos, nos pertenecemos de mil maneras, muchas de ellas dolorosas.

Somos lágrimas y sollozos, desprecio, hastío, pasión sin límite, lucha eterna, furia efímera.

Somos...