Una hora. Quizá dos. Probablemente más.
No quiero pensar en el tiempo que he pasado haciendo girar el cursor del ratón alrededor del pequeño icono azul en la parte superior de mi pantalla. Es como si tuviera miedo. Miedo de borrar el archivo una vez que por fin me haya decidido a presionar el botón.
Comencé escribiendo acerca de los eventos fortuitos que desencadenaron en nuestro último encuentro (un encuentro no menos apasionado que los anteriores). En mi mente repaso cada escena, como si viera una película. Desde la manera accidental en que tropezamos el uno con el otro a cien metros de mi casa. El diálogo que pretendía ser espontáneo. La invitación a tomar algo. El asentimiento casi silencioso. El nerviosismo. El temor (sempiterno) a ser descubiertos. El alivio de cerrar la puerta tras nosotros. El abrazo largamente deseado y al fin obtenido. Los besos que saben a fruta prohibida...
Me levanto de la silla y me dirijo a la cama. Me recuesto en el mismo lugar. Cierro los ojos para pensar en ella y en las cosas que dijo (yo sí conozco una manera mejor). Su imagen se dibuja más clara que nunca. Y no puedo evitar el recuerdo de aquella última vez que le vi, desde un segundo piso. Ella no se dio cuenta de que le observaba. Le vi caminar, radiante como siempre. Sonreía y se alejaba. Su cabello era más largo de lo que yo recordaba y su sonrisa también. Un pensamiento acudió a mí.
Será que ya es feliz...
Respiro profundo. La locura que nos unía era tal vez demasiado peligrosa. Quizá lo mejor es que suceda esto que presiento. Ella se aleja. Yo miro el calendario en el reloj de pulsera. Sonrío sin alegría y me dirijo de nueva cuenta hacia el ordenador.
En voz muy baja, como si ella estuviera aquí, sentada a mi lado, digo de manera casi imperceptible Feliz Cumpleaños...
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