Son las 9 de la noche cuando doblo la esquina rumbo a su departamento. Comienzo a subir las escaleras de concreto y, antes de llegar a su puerta, la veo aparecer en el marco de la misma. La bombilla eléctrica queda a sus espaldas y, desde este ángulo, es imposible no mirar sus piernas.
Lleva puesta una minifalda roja. Los altos tacones hacen lucir sus estéticas pantorrillas y yo hago esfuerzos para que mi boca no permanezca abierta.
-¿Nos vamos?
Sonríe mientras toma mi brazo. Luce espectacular. La minifalda, el abrigo negro, la blusa de pronunciado escote y su sonrisa. Todo en perfecta armonía.
Pronto se suceden las bebidas y las canciones gritadas a todo pulmón en el bar a media luz. Las caricias detonan en irreprimibles besos. La noche, de a poco, va elevando la temperatura.
Reímos y bebemos. Brindamos por la suerte, esa misma suerte que nos hizo coincidir hace una semana. El mismo día que decidimos volver a vernos y salir.
Ella muerde mi labio inferior. Sus besos saben a Vodka y jugo de uva. Yo deslizo mi mano por su espalda y aún más allá de los confines de su cintura, siempre por debajo del abrigo, mientras recuerdo que justo bajo esta farola, hace quince años, no nos atrevimos.
Hoy, recostado junto a ella, ebrio de cerveza y de placer, me convenzo una vez más de que nunca es tarde...