sábado, 23 de junio de 2012

El crimen perfecto





            Esto que les cuento sucedió hace ya muchos años, sin embargo me ha venido atormentando desde entonces un remordimiento y una culpa que hoy ya no me dejan vivir, cada noche sueño con mi criminal acto y estando despierto veo el rostro de mi víctima por todas partes.

            Ahora, tratando de aminorar este mal que me aqueja les confieso a ustedes mi atrocidad, con la única esperanza de que si voy a ser juzgado tomen en consideración que me arrepiento de ello y con lágrimas en mis ojos, arrodillado y mirando al cielo, pido perdón al creador para que no me cierre las puertas del paraíso, ya de por sí difíciles de atravesar para mí.

            Era sábado en la mañana y hacía un día hermoso, el cielo azul cubría la ciudad y parecía alegrar a la gente que iba y venía ensimismada en sus asuntos cotidianos.

            Debo confesar que ya tenía tiempo que un pensamiento me daba vueltas por la cabeza y hacía que me preguntara: “¿qué se siente matar?”

            Este día tengo la oportunidad de saberlo…

            Elegí a mi víctima de un grupo que se encontraba cerca de mí, fue un poco al azar, pero también pudo ser el universo quien me la envió, quien hizo que mis ojos se fijaran en ella, la tomé del cuello con una sola mano, sin ninguna dificultad, a pesar de estar, como dije en un grupo, aquellos que la acompañaban se inquietaron un poco, pero pareció que no le dieron importancia a lo que acababa de suceder.

            Me daba lástima verla cómo intentaba zafarse, en vano se agitaba y se retorcía, mi fuerza era mucho mayor que la suya, la tuve sometida por el cuello hasta que se calmó.

            No quise perder mucho tiempo, así que de inmediato tomé mi cuchillo; era nuevo, afilado, brillaba con la luz del día y era hermoso; reflejaba todo, el cielo, a mí, a mi víctima; dejé que se mirara en mi cuchillo, que viera su mirada de terror, que se imaginara a sí misma, muerta; no sabría decir si su vida pasó por sus ojos, porque tal vez no le di tiempo a ello, le rebané la garganta con sólo una cuchillada, inmediatamente comenzó a brotar la sangre y volvió de nuevo a agitarse, se movía tanto que pensé que su cabeza iba a desprenderse de su cuerpo, ya que aún la sostenía por el cuello, sin embargo, no sucedió, la sangre me corría por entre los dedos y se me estaba resbalando, la tomé con la otra mano, la colgué de un gancho mientras esperaba a que se desangrara, la sangre que escurría caía en una tinaja para que no cayera al suelo y después poderla tirar a la alcantarilla, durante unos minutos sus pies seguían moviéndose con sorprendente fuerza, pero conforme perdía sangre su energía disminuyó hasta que dejó de moverse, transcurrió un poco más de tiempo hasta que decidí descolgarla y cerciorarme que en verdad estaba sin vida.

            De pronto, un miedo terrible me invadió, siendo yo un experto en criminalística y criminología, entendí que al haber tenido contacto con mi víctima dejaría indicios, por lo que me di  a la tarea de planear en qué forma podría borrarlos, desaparecerlos, eliminarlos, no dejar huella.

            Contaba con un cazo enorme que llené con agua y comencé a calentarla hasta que hirvió, estando en ebullición sumergí a mi víctima una y otra vez hasta que creí borradas mis huellas y cualquier indicio que hubiera dejado, arranqué su vestimenta que la cubría con ambas manos, volaban por todas partes los jirones mientras me invadía un frenesí que me empapaba la cara de sudor, un sudor que me corría por la espalda, una locura que me impedía detenerme hasta que quedó completamente desnuda.

            Ya la había matado, estaba complacido en parte, quedaban ahora muchas preguntas: “¿qué haría con el cuerpo?, ¿cómo me deshago de él? ¿Dónde ocultarlo?”

            Acudí con mi abuela que decidió ayudarme junto con mi tía (¿qué no hace la familia por ti?), para que no les fuera tan difícil, decidí mutilar el cuerpo, la cabeza, las piernas, los muslos, todo lo dividí y lo puse en una bolsa, las entrañas separadas en otra; confieso no sin grande vergüenza, que sacar sus tripas,  su corazón, su hígado, sus órganos internos, me resultó bastante agradable, sobre todo las tripas; lo tibio me daba un gusto extraño, parecido a meter la mano en un bulto de frijoles o de arroz, es una sensación que siempre me ha gustado, sólo que esta vez agregando la humedad y la tibieza. Pasaron mi abuela y mi tía y se llevaron las dos bolsas en un carro.

            El crimen estaba hecho.

            Pasaron muchas horas para que llegara a la casa de mis abuelos, me fui a beber con unos amigos  y me excedí a propósito para usarlo como coartada.

            Al llegar a casa, debido al alcohol dormí como si nunca hubiera ocurrido nada.

            Ya por la mañana del siguiente día, el dolor de cabeza y las náuseas me despertaron, corrí a vomitar al baño y recordé por primera vez a mi víctima, cosa que me seguiría sucediendo hasta el día de hoy y probablemente hasta el día de mi muerte.

            Debido al malestar que sentía, volví a acostarme y dormí hasta las 2:10 de la tarde, sin embargo, lo que me despertó esta vez fue un olor que venía de la cocina, un aroma delicioso que hizo que me olvidara por un momento de mi brutal asesinato, me llamó mi abuela a la mesa, el plato ante mí despedía un vaporcillo que empañaba mis anteojos y decidí quitármelos, lo observé un momento, era mole verde; unas tortillas a un lado, agua de jamaica, arroz y… mi víctima o mejor dicho una pieza de ella, una pierna; al final todos nos comimos el cadáver para no dejar rastro, para desaparecerla, la carne fue para nosotros, el gato se comió las menudencias y los huesos se los dimos a un perro de la calle que la borró para siempre, nada quedó de la que el universo colocó ante mí para darme la oportunidad de saber lo que es quitar una vida.

¡Dios la tenga en su gloria!
           


…Mientras tanto, en un gallinero lejano, el hermano mayor de 8 pollitos que iban detrás de él preguntaba a sus vecinos: “¿alguien ha visto a  mi mamá?”.
                       




FIN

sábado, 2 de junio de 2012

Muérdeme




Caminé un poco más aprisa para llegar a la esquina y poder comprobar que efectivamente, ésa era la calle correcta. Guardé el papelito en una bolsa del pantalón y miré el reloj por última vez: cinco minutos tarde.

El calor de medio día caía a plomo y causaba ese efecto reflejante del pavimento, que hace que la avenida parezca una alberca inmensa. Tuve que entrecerrar los ojos para poder leer la placa azul con letras blancas.

Ciento cuarenta y siete, dije para mí, al mismo tiempo que dirigía mis pasos a la casa marcada con ese número. Toqué el timbre y fue ella quien me abrió.

-Hola, pasa... ¿Te ofrezco algo de beber?
-Un vaso con agua está bien. Muero de sed.

Me trajo un vaso rebosante de agua fría, que le agradecí en el alma. Después comenzamos a charlar sobre cualquier cosa. La televisión estaba encendida y yo me distraía de cuando en cuando.

-Tengo sueño -dijo al fin.
-Debe ser el calor. Yo también me siento adormilado.
-Recuéstate conmigo, ¿sí?
-Mmm... No lo sé. ¿Que tal que me quedo dormido?
-¡Pues nos dormimos los dos!

Subimos a la recámara y nos quitamos los zapatos. Apenas había puesto la cabeza sobre la almohada, cuando se apoderó de mí ese sopor que me era tan familiar. Como tenía más de un año sin sentirlo, llegué a pensar que ya estaba curado. Tuve el impulso de decirle que era mejor que me retirara en ese momento.

-Abrázame... -Me pidió, con los ojos cerrados.

Yo lo hice y ella se puso cómoda entre mis brazos. Acercó su espalda a mi pecho y sentí mis latidos contra su cuerpo. Comencé a besar su cuello y su nuca, lo cual la hizo estremecer. Después de varios minutos, me di cuenta que debía detenerme.

-Creo que debería irme -sugerí.
-No... quédate, por favor.

Volví a sentirlo. Mi cuerpo se dividía en dos. Yo me quedaba dormido y emergía el otro...

-Muérdeme... -Escuché decir lejos de mí, hueco, como en un sueño.
-¿Qué dices?
-Eso, que me muerdas.
-No es correcto, puede ser peligroso para ti...  -Dijo alguien, mucho más alejado aún, quizá yo mismo...

Cayó un pesado muro de oscuridad, dejé de escuchar y de sentir y de respirar. Me volví a quedar dormido como las otras veces.

No sé cuánto tiempo pasaría, pero cuando desperté, nada quedaba de ella. La llamé varias veces, pero no me respondió. Busqué en toda la casa y aún en las calles cercanas, pero no obtuve ningún resultado. Volví a  la habitación y tampoco la encontré. Solo esa enorme mancha roja sobre la sábana. Entré al baño a mirarme al espejo y a mojarme la cara, enjuagué la sangre de mi boca y de mis manos y luego me fui de su casa, cerrando la puerta con mucho cuidado.

Han pasado años y yo no he vuelto a verla. No entiendo por qué, pero desapareció de la tierra. Me pregunto si lo que la molestó tanto como para alejarse de mí sin dar explicaciones fue, precisamente, que me haya quedado dormido...