Pasó las yemas de los dedos por la nariz de él y dijo algo ininteligible. Pero no era necesario escuchar. Lo único que se necesitaba era entender el momento, la sensación, el ánimo. Todo lo que ella quería decir con aquellas caricias, con los besos, con las frases inconexas referían a una sola cosa: adoración.
Le abrazó, le apretó contra sus pechos desnudos que hacía varios años habían dejado de ser turgentes, volvió a besarle el pómulo, casi en el ojo izquierdo y le preguntó:
-¿En qué momento te convertiste en un demonio?
-El día que te conocí -respondió aquél.
Ella apartó su rostro unos cuantos centímetros, sorprendida.
Vio en él la misma máscara de siempre: frío, calmado, inexpresivo. Ella quiso rebatir.
-Tú ya eras un demonio cuando te conocí. Toda esa maldad ya calentaba tu sangre. Todas esas ideas. Yo solo soy un instrumento para tu placer, un accesorio para tus perversiones.
-Quizá -contestó él, mientras encendía un cigarro- pero el día que nos conocimos todo se potenció, como una chispa que encuentra pasto seco en un bosque. Y como al fuego, ya nada me podrá contener.
-No quiero que te contengas. Quiero arder en tu maldad -dijo ella mientras sus mejillas se encendían y su voz temblaba, adivinando quizá lo que implicaban sus palabras. Después se acercó a él en un arrebato, para besarlo salvajemente, hundiendo los dedos en el cabello de su amante; extraviada, poseída, delirante; entregándose de la única manera que sabía hacerlo: sin reservas, diluyéndose en la piel desnuda de su demonio.