HORMIGUEO
Una guitarra rota me espera en algún
rincón de este bar. Hay cerveza y mezcal sobre la mesa. Un mesero amaga
cobrarme descorche por una botella de tequila que guardo en el bolsillo del
saco. La sangre entra en ebullición, como la última vez que vine a este lugar: ahora
la manzana de la discordia es un cuarto de tequila.
Suena un cuatro venezolano y el sonido de
botellas de cristal que se chocan unas contra otras. Una sonrisa de mujer
destella al otro lado de la mesa. La insistencia del mesero por el asunto de la
botella me tiene más que fastidiado. El año termina y no quisiera rematarlo con
una estúpida pelea de bar, a pesar de este hormigueo familiar que ya me
envuelve los puños y las muñecas. Las otras personas en la mesa son jóvenes,
ignoro su edad, pero es posible que sea la mitad de la mía. Vuelve el recuerdo
de Gizeh, traído por el viento que entra por la ventana. ¿Será ese su verdadero
nombre? Cierro los ojos. Ahí están los suyos, negros, la piel morena de su
cuello, esos ojos enormes y su juventud… Cuando abro los míos, todos se están
despidiendo. La chica se lleva con ella su sonrisa y contengo el deseo de
preguntar, mirándola estúpidamente, como si fuera un puberto: “¿por qué te
vas?” Junto a mí, El perro negro, más ebrio que yo, me pregunta qué tanto
escribo en el cuaderno. Lo miro contra el cristal de varias cervezas, dos
mezcales y mi botella de tequila de a cuartito. Volvemos al tema del
valerverguismo y a cómo, en palabras suyas, Chemo y yo también valíamos verga.
Sí, tal cual, y que habíamos valido más verga haciendo música en esa azotea de
pueblo que tanto me recordó a las favelas brasileñas aquella tarde lluviosa y
fría. Quizá sea buena idea comprometerme
más con ese proyecto, de profundizar en esa etimología, en esa exploración
ontológica, en el documental fascinantemente absurdo que plantea El perro negro
y del cual, involuntariamente, ya soy parte, simplemente por responder frente a la cámara lo que
para mí es el valerverguismo… La cerveza está tibia y no recuerdo dónde dejé la
guitarra. Estuve a punto de olvidarla y así hubiera sido, de no ser porque
sentí la púa en el bolsillo, cuando buscaba el dinero para pagarle al estúpido
mesero que sigue irritándome con sus necedades.
Pero no: quiero ser prudente. Debo tranquilizarme
y no, no lo haré, no me voy a pelear. Hoy no. A pesar de este delicioso
hormigueo que ya me envuelve desde los puños hasta los codos, a pesar de esta
subida de temperatura que parece preparar mi cuerpo para los golpes que está a
punto de recibir. No me quiero pelear. Hoy no.
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