La chica llega cinco minutos tarde y se disculpa con él, que es el supervisor en nuestra oficina. Le da un beso en la mejilla que dura solo un par de segundos más de lo usual. Nadie parece notarlo, pero para el ojo entrenado, hay un mensaje claro en el beso y en la manera en que desliza su mano sobre la de él mientras se dirige a su escritorio, con ese andar felino que las mujeres saben explotar.
Se han mensajeado toda la mañana, a través del celular. Ella suelta una risita y lo mira después de leer algo en el dispositivo. Él coloca de vuelta el suyo en la bolsa del saco y le sostiene la mirada. Después vuelven al trabajo o al menos eso es lo que aparentan.
He sido testigo de historias similares muchas veces y el resultado ha sido idéntico. A pesar de eso, no pienso intervenir. Tal vez deba dejarlo aprender ciertas lecciones por sí mismo. Sé que ella no tiene nada qué perder y además sé también, por experiencia propia que cuando un hombre entra en determinado umbral de apasionamiento, no escucha voces ni consejos. Todo lo que ocupa su mente es el canto de la sirena. Eso y nada más.
Su esencia, su alma, le pertenecen ahora a ella. Lo supe en el momento en que tomó la foto de su esposa para colocarla dentro del cajón. A partir de ahora todo apunta hacia el naufragio y me veré obligado a ver como se deteriora, como colapsa. Después de eso, tal vez tenga que ayudarle a buscar y unir con cinta adhesiva las piezas rotas de su corazón. A fin de cuentas, para eso son los amigos.
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