No me siento bien. ¿La causa? No lo sé. Quizá la calidad de la
botana que sirven en la cantina, aunque también puedo culpar a la comida
grasosa de los últimos días, incluso a las cervezas de ayer noche. Tengo sueño
y me cuesta trabajo organizar mis ideas. Alguien me dijo que es posible tener
alucinaciones olfativas. Lo recordé porque justo en este momento percibo en la
punta de la nariz un olor lejano, como si solo lo soñara, un suave dejo a esa
planta que mi madre llama huele de noche. Ese aroma me provoca la misma repulsión
que el brandy y por la misma razón: demasiado dulce para mis sentidos. Entre el
delirio por mi malestar y mis recuerdos, podría colocar uno de esos arbustos
apestosos frente a una casa cercana al río, un mediodía donde el sol caía sobre
el mundo sin misericordia, en una calle polvorienta donde pude ser golpeado por
culpa de una mujer. A veces las mujeres que dicen querernos más hacen lo
posible por destruirnos.
Un dolor, como si me pellizcaran las
entrañas se me enreda en el estómago. ¿Será parte de ellas, estará dentro de su
código genético un afán por destruirnos? Las mujeres saben a dulce y olvidan
las citas y los besos, como hace ella. Quizá eso sea lo mejor. Yo mismo olvidé
qué bar es al que quería ir. Seguramente lo recordaré en algún momento. He
estado aquí metido toda la tarde. No tengo deseos de salir ni de leer ni de
hacer ejercicio; ha estado lloviendo y prefiero dormir. Mientras escribo esto,
me siento sonreír, una mueca, más que una sonrisa, una mueca triste. Cualquiera
diría que son los síntomas de un depresivo. No sé si la gente que me conoce piense
que lo soy. Ella, en su templo hecho de piedra, solo es silencio sin respuestas
y yo solo quiero dormir, cobijarme, ahuyentar el frío.
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