Martes por la noche. La gente de la ciudad viaja en automóvil o dormita en el transporte público. Se dirigen a su casa, después de un arduo día de trabajo, en pos de un merecido descanso.
Y mientras unos llegan al hogar humilde, besan a sus hijos en el cabello y beben un vaso de leche al tiempo que encienden la televisión para ver las noticias, otros emergen apenas -criaturas de la noche-, ávidos de ese encanto que sólo la vida nocturna puede ofrecer.
El muchacho cruza la avenida. Ha comenzado a llover, así que sube el cierre de la chamarra y jala la capucha con fuerza para protegerse de las gruesas gotas que le golpean la nuca y el cuello. La ciudad huele a tierra mojada y smog. La sirena de una ambulancia resuena a unas cuantas calles, mientras él aprovecha que el cuidador ha salido a cenar para escabullirse y ahorrarse los 20 pesos del cover. "Es mejor guardarlos para una Victoria allá adentro", dice para sí mismo.
Elige una mesa de la esquina y pide su bebida al mesero. La pista está vacía. Frente a él, al otro lado de la misma, las chicas beben, fuman y ríen escandalosamente. Siete. Son pocas, pero aún es temprano. No tienen prisa. Es Martes y llueve. La noche no promete. No para ellas.
Vanessa lo sabe. Los Martes son malos per se. Normalmente ella no se presenta estos días, pero está castigada. Ha faltado al trabajo varias veces en las últimas semanas y el administrador del lugar le ha exigido una semana completa. No tendrá día de descanso y además, debe llegar temprano. De lo contrario perderá sus privilegios como atracción principal, y eso no le conviene.
Se levanta del sofá color chocolate. Lleva un disfraz de enfermera ceñido al cuerpo y el escote en su espalda permite ver la tanga color naranja que resalta aún más sobre la piel bronceada, gracias a las lámparas de luz negra. Literalmente, resplandece dentro de ese conjunto blanco. Cruza el lugar con la seguridad de quien conoce su negocio. Los golpes de sus tacones sobre la duela son precisos y acompasados, como el tic-tac de un reloj de pared perfectamente calibrado. Mira al muchacho intensamente mientras se acerca a él. Se sienta a su lado, le habla al oído. La conversación habitual: Nombre, ocupación, y si es su primera vez en ése lugar.
El muchacho accede a participar en el juego, pasando por alto la recomendación que hiciera su amigo Jesús cuando lo inició en las visitas a éstos lugares: Nunca la primera chica.
-¿Me invitas algo de beber?
-Claro, muñeca. ¿Qué se te antoja?
-Lo mismo que estés tomando tú.
Ella levanta la mano derecha y el mesero acude diligente. Muy pronto otro vaso rebosante de líquido ámbar es colocado sobre la mesa y la ficha es entregada.
-¿A qué me dijiste que te dedicabas? -Dice ella para retomar la conversación en algún punto y, al mismo tiempo se pone de pie. Con un ademán le pide al muchacho que aparte la silla. Se coloca entre él y la mesa y se sienta sobre sus muslos, mirándole de frente, a no más de cinco centímetros de su rostro.
Pasa las manos por su nuca, le sonríe y acerca su sexo al de él.
El muchacho desliza con habilidad ambas manos por aquella espalda descubierta, coloca las yemas sobre las escápulas y rozando apenas la piel, recorre lentamente en dirección descendente hasta que los dedos de ambas manos vuelven a coincidir, a la altura del sacro. La piel es suave y tibia. La cintura es breve y los músculos firmes. Unos relieves inesperados, de unos tres centímetros de alto y distribuidos uniformemente, llaman su atención justo antes de llegar al hilo de la tanga.
-Soy estudiante, preciosa, pero quiero ser artista. Así que soy la nada que aspira a convertirse en humo. ¿Es esto un tatuaje? ¿Qué dice?
-Mi nombre: Vanessa.
Ella permite las caricias, las disfruta, se estremece. Su cuerpo se tensa en arco, quiere más. Siente la necesidad de hacérselo saber al muchacho.
-No soy de palo, ¿sabes? Eso qué haces, ésas caricias tuyas me gustan, me encienden, me están volviendo loquita...
El muchacho se limita a sonreír. Afuera llueve aún y él sigue siendo el único cliente en el lugar a esta hora de la noche. Pareciera que por primera vez, la bailarina lo ha escogido a él y no al contrario, como sucede usualmente. La piel erizada de placer de la chica despide un delicioso aroma. En las caricias se adivina una promesa de placer, un cocktail, mezcla de perfume, sudor, aventura, sensualidad, adrenalina y pecado que cualquier hombre con sangre en las venas estaría dispuesto a paladear.
La noche promete. No para ella, cierto, pero para el muchacho, la mesa está servida.