La mañana es fría. Busco una forma de
disciplinarme para escribir, por eso lo hago a esta hora, cuando nada ha
sucedido todavía, o lo único que ha pasado está en los sueños. Mi problema, si
no lo he dicho antes, es que yo no sueño o, para decirlo de manera más precisa,
yo no recuerdo lo que sueño. Debería, sí, ser capaz de inventar algo, de hacer
surgir alguna historia casi completa de un baúl lleno de recuerdos, como cables
enredados con otros cables y con juguetes. Debí escribir hace media hora,
cuando las ideas se atropellaban en mi cerebro, en la semioscuridad. Cierro los
ojos para tratar de recuperarlas. Solo hay imágenes confusas, una firma sobre
las piernas de un androide de apariencia femenina y curvas exquisitas. Es hora de
levantarme. Otra vez tengo muchas cosas qué hacer y solo un día para que el año
se termine. Pienso que no conozco a nadie tan indisciplinado como yo, a pesar
de lo que diga la gente a mi alrededor. Trato de organizar mentalmente los
pendientes, entre ellos, dejar el piso libre de cabellos de mujer. Eso me recuerda
los aretes que aún están sobre la mesa de noche, y el vestido perfumado que
ella dejó sobre el cesto de la ropa sucia. Esos aretes se parecen a otros. Hace
muchos años, era un lugar más frío que éste.
América entró en mi cuarto con el
pretexto de continuar la conversación iniciada durante la fiesta. Luego los
besos, su insistencia por desnudarme, su boca cálida recorriendo mi piel,
envolviendo mi miembro: sus manos llevando las mías a los lugares de su cuerpo
que suplicaban mis caricias. Su prima en la habitación de al lado, ignorante o
cómplice (¿cómo saberlo?), La otra imagen, la imagen de lo que no sucedió, pero
que viene a mi memoria cada que recuerdo sus pulseras y sus aretes, en la mesa
de noche de una habitación a la que jamás volví.
Decidí escribir a esta hora, cuando aún
nada sucede. El saxofonista insiste en llamarme viejo lobo de mar. Me agradece
las pláticas nocturnas, donde el tema central es esa peligrosa droga a la que todos
llaman amor. Yo me vuelvo a sentir como las otras veces, cuando la gente habla
de las cosas que digo y hago, y de las que, realmente, tengo muy poca idea. No
me considero un fraude, pero no soy tan bueno ni tan disciplinado como ellos lo
piensan. Aun así, “Gracias a mis amigos
que se parecen a los Beats”, como escribió el poeta triste una noche de éstas,
que se hacen tan cortas hablando de filosofía y literatura, de mujeres, de
feministas y feministos, y de que este mundo se va, irremediablemente, con
rumbo fijo hacia el carajo.
Mañana, a esta misma hora, estaré
esperando el autobús, metido en el fragmento de una historia con tintes de
cuento de Cortázar. Como sucede con la mayoría de mis viajes, este también lo
provoca una mujer. En ese pueblo me encontraré con una mujer, ahí espero obtener
los besos de otra mujer que conoce de cerca mi descaro.