Me quedé dormido. Estaba muy cansado. No
sé a qué hora dormimos, pero la habitación y la casa parecían haber sido
saqueadas. Nos revolcamos en cada rincón. Su desesperación, su ansiedad sexual
me dejó marcas en los brazos. Su mirada vidriosa me agradeció tanto placer y se
lamentó de no tener las palabras para hacerme entender cuánto le había hecho gozar.
Justo ahora, retumba en mi mente la música religiosa de los vecinos. Hace años
que no tengo religión. Con ella profanamos varios templos, asumiendo el papel que
habíamos decidido desempeñar. Metí mis manos bajo su blusa y pasé mis besos y
mi lengua por su mejilla. Ella ahogó un grito y me dijo asustada que no quería
hacerlo, que no quería gritar, que nos iban a llamar la atención, a expulsarnos de esos lugares sagrados. Ayer esta habitación era un templo, se convirtió en nuestro
templo del desenfreno, de la pasión sin límites. No necesito que me lo explique
con palabras, su cuerpo grita en cada tensión de los músculos, en cada te amo
suplicante, en cada mirada.
“Te amo de la manera más sincera, de la mejor
que existe, porque no espero que tú me ames. Tú eres mi dueño. Yo soy tuya, y me
encanta serlo.”
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