sábado, 14 de enero de 2012

Metamorfosis



[...] y contigo aprendí 
que yo nací el día en que te conocí.

Eso, creo yo, me convierte en un niño precoz y a ti, en pedófila...



miércoles, 11 de enero de 2012

Magia


Dear borracho, ¿cuándo vuelves a escribir? 
Quiero un cuento nuevo y, de paso, dibújame un cordero, ¿sí?



Como puedo, abro paso entre el río de gente. Es una corriente viva la que me arrastra contra mi voluntad. Decido dejar de luchar y resulta mucho mejor. Después de dos minutos logro encontrar un claro, una zona donde soy yo quien toma la decisión de hacia donde ir.

Aquí se vende de todo: vida, sangre, vino, cariño y  galletas. Todo es cuestión de saber dónde y qué preguntar. Avanzo un poco más. Reconozco esta zona. Es un camino que he recorrido tantas veces que lo sé de memoria.

Detengo mi andar 20 pasos adelante del local donde se venden las caricias. La mercancía, como siempre sucede a esta hora, ya está expuesta. Pero no es eso lo que busco.

Es aquí. Lo que más me gusta de los lugares mágicos como éste, es que siempre parecen sitios normales, atendidos por gente común, como ustedes y como yo. Detrás del mostrador está una señora un poco gordita, tiene un pañuelo color lila anudado al cuello. Sonríe cuando me ve. Una de esas sonrisas de madre y abuela, rebosante de ternura y comprensión. Yo le correspondo y abro frente a ella el saquito rojo, desanudando el cordón.



-¿Para qué me alcanza? -pregunto.



Ella vacía el contenido sobre el mostrador.



-Veamos: Media docena de canicas (tres agüitas, dos ojos de gato y un balín), dos barras de chocolate, la mitad de un mapa de tesoro y una piola para trompo... sin trompo)



Me parece que hace un esfuerzo por no reír a carcajadas. Luego agrega:



-13 Sonrisas...



Me las entrega en una bolsa de papel. Yo me siento tan emocionado que estoy a punto de llorar. Camino aprisa, mejor dicho, emprendo una carrera que me lleva más allá del final del mercado. Es de noche y hace frío. Me detengo donde los pregones de los vendedores ya no saturan mis oídos y la luz de los puestos se pierde un poco. Reparto el contenido de mi bolsita de papel entre otros niños como yo. A fin de cuentas, para eso las quería.

Tras entregar la última sonrisa, me percato que hay algo más ahí. Un pequeño sobre, con un abrazo dentro.

Conozco el ritual. Cierro los ojos y sonrío mientras abro el sobrecito frente a mí con ambas manos. Al otro lado de la ciudad, la niña que llora en su balcón viendo la luna, lo recibe sin darse cuenta, pero alcanza a sentir un tibio roce que la envuelve desde los hombros. 

Ahora podrá dormir...