jueves, 20 de diciembre de 2012

Propósitos de fin del mundo



Que se va a acabar el mundo, dicen. Yo me pregunto si debo contarles a quienes pregonan tal cosa lo que sé o si es mejor dejarlos vivir su psicosis de la manera que les plazca. Si hubiese oídos dispuestos a escuchar, y mentes prestas a entender, tal vez valdría la pena...

Imaginemos, de cualquier manera que se acaba el mundo (miles de mundos particulares terminan todos los días, pero no ahondaré en eso en esta ocasión) y que sucederá el próximo viernes, ¿qué opciones hay?

Llorar y gritar histéricamente, rezar, suicidios en masa... o hacer una lista de cosas urgentes antes de que el Dios que castiga a sangre y fuego descargue toda su furia contra la tercera roca desde el sol. Yo, sinceramente, haría lo de la lista: hay un montón de pendientes que debo concluir antes de ese apocalipsis que está por venir.


COSAS QUE DEBO HACER ANTES DE QUE SE ACABE EL MUNDO

Embriagarme por última vez.
Volar en ultraligero.
Visitar a esas viejas amistades que me reclaman que ya no tengo tiempo para ellas.
Limpiar el cuarto.
Lavar la moto.
Arreglar el lavabo.
Comprar un libro.
Leer el libro.
Volar un papalote.
Ir a un téibol.
Extraviar una guitarra.
Ir al médico.
Hospedarme en uno de los hoteles más sórdidos que he encontrado en la ciudad y escribir ahí una historia acerca de una hecatombe de sensuales zombies femeninas vestidas como colegialas.
Volver a fumar.
Decir te amo a la persona que lo suplica desesperadamente, con la mirada. Eso la hará feliz por un momento, aunque ambos sepamos la verdad.
Liarme a golpes una vez más.
Jugar futbol.
Publicar en el blog dos entradas distintas el mismo día.
Besar a esa chica que me ha gustado tanto desde hace años y a la que nunca se lo pude decir, debido a un pacto de caballeros que hicimos con su hermano...


-Oye, espera. Sí me lo dijiste. De hecho mi hermano encontró en el cajón unas cartas donde mencionas lo que sentías por mí.
-Oh... Siempre olvido eso.
-¿Eso?
-Sí, Eso.
-¿Qué cosa?
-Que nunca he sido un caballero.

Salud.

El canto de la sirena




La chica llega cinco minutos tarde y se disculpa con él, que es el supervisor en nuestra oficina. Le da un beso en la mejilla que dura solo un par de segundos más de lo usual. Nadie parece notarlo, pero para el ojo entrenado, hay un mensaje claro en el beso y en la manera en que desliza su mano sobre la de él mientras se dirige a su escritorio, con ese andar felino que las mujeres saben explotar. 

Se han mensajeado toda la mañana, a través del celular. Ella suelta una risita y lo mira después de leer algo en el dispositivo. Él coloca de vuelta el suyo en la bolsa del saco y le sostiene la mirada. Después vuelven al trabajo o al menos eso es lo que aparentan.

He sido testigo de historias similares muchas veces y el resultado ha sido idéntico. A pesar de eso, no pienso intervenir. Tal vez deba dejarlo aprender ciertas lecciones por sí mismo. Sé que ella no tiene nada qué perder y además sé también, por experiencia propia que cuando un hombre entra en determinado umbral de apasionamiento, no escucha voces ni consejos. Todo lo que ocupa su mente es el canto de la sirena. Eso y nada más.

Su esencia, su alma, le pertenecen ahora a ella. Lo supe en el momento en que tomó la foto de su esposa para colocarla dentro del cajón. A partir de ahora todo apunta hacia el naufragio y me veré obligado a ver como se deteriora, como colapsa. Después de eso, tal vez tenga que ayudarle a buscar y unir con cinta adhesiva las piezas rotas de su corazón. A fin de cuentas, para eso son los amigos.

sábado, 15 de diciembre de 2012

Te amo



-Te amo -le dije mirándola directamente a los ojos y con la misma sonrisa ensayada que tengo para todas las demás.


Ella, como siempre, no se intimidó. Delicadamente deslizó una mano sobre su frente, apartando el mechón de cabello castaño que caía sobre la misma y me respondió de la manera acostumbrada.


-Me encanta cuando mientes de esa manera. De todos los mentirosos, tú eres mi favorito.


Me acerqué a ella y le abracé. La sábana que nos cubría a ambos era de color azul claro. Yo la corrí con la mano izquierda para besar con libertad las pecas en sus hombros desnudos. Ella cerró los ojos y me dejó hacer, mientras el sendero de besos seguía de manera ascendente hasta su cuello. Los primeros rayos de sol se colaban por la ventana y los olores de la  primavera que llegaría cinco días después, amenazaban colarse por esa rendija de la ventana que nunca reparamos.


-Debo irme -comenté al fin.
-Lo sé -respondió ella con una sonrisa.


Así. Sin reproches, sin llantos. Consciente de que intentar detenerme carecía de sentido. El grado de entendimiento entre los dos y la pasión que nos unía facilitaban una conversación plena de silencios, roces y miradas de complicidad.


-Discúlpame -dije antes de besar suavemente sus labios y girar el picaporte para marcharme a casa.
-No te preocupes -contestó ella desde las sábanas, mirándome sensualmente y agregó:
-de cualquier modo, la luna sigue siendo nuestra.


Cerré la puerta detrás de mí y sonriendo me alejé del departamento pensando en esa frase, en ese código que solamente ella y yo entendíamos, sintiendo en mi espalda su mirada desde la ventana.

-Así es, querida: Nuestra.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Imaginario



Siempre fue una niña solitaria -al menos esa fue su percepción, pese a estar rodeada de una familia que se preocupaba por ella y por sus hermanas- y no cambió de parecer ni siquiera al llegar a la edad adulta. Soy invisible, no soy importante para nadie eran frases que acudían a sus labios con frecuencia. Esa necesidad de estar con alguien y dejar de sentirse tan vacía le hizo concebir al imaginario.

Y le creó a imagen y semejanza de un sueño que soñó tener una vez: moreno, ojos color café, voz grave, no muy alto, solo lo suficiente para alcanzar a besar sus labios sobre las plataformas de esos zapatos rojos, los favoritos. Detallista, romántico, cariñoso y sincero. Confiado, seguro de sí mismo, tal vez con alguna habilidad artística, la cual no se había decidido a asignarle desde un principio,  pero se decantó por convencerse de que el imaginario era músico y tocaba el piano.

Se pasaba tardes enteras hablando de él a sus compañeras de trabajo y lo hacía con tanta convicción que todas ellas le asumieron como real. Incluso, hubo ocasiones en que le culpó de su rostro demacrado, aduciendo una noche de llanto después de una fuerte discusión con él. Pero un día comenzaron a sospechar, a cuestionar, a pedir alguna muestra de que realmente existía, porque nunca habían visto una evidencia de lo contrario.

Todo lo anterior le hizo sentirse observada, perseguida y optó por refugiarse en su pequeño departamento, donde nadie la molestara ni le hiciera cuestionamientos incómodos. Cerró con llave y se metió a la cama, cerró fuerte los ojos y deseó con todo su ser parecerse a él. Al despertar la mañana siguiente, se dio cuenta que su estructura molecular había cambiado y que ahora se encontraba formada de esa sustancia blanquecina y translúcida  de la cual están hechos los sueños. Sobra decir que a partir de ese momento,  nadie más la volvió a ver. 

domingo, 2 de diciembre de 2012

El miedo a ser bueno




Es la última escena de una de mis películas favoritas. Lester -interpretado magistralmente por Kevin Spacey- es cuestionado por una sensual Lolita -en la piel de Mena Suvari- acerca de cómo se siente en ese justo momento. Su respuesta, después de pensarlo durante unos cuantos segundos es "Me siento muy bien" -I feel great-. Es el momento en que el personaje se da cuenta de que ha comenzado a vivir y por primera vez en la película adquiere consciencia acerca de lo feliz que se siente con las decisiones que ha tomado y que lo han llevado al lugar que ocupa en esta última toma. 

Justo unos momentos antes ha rechazado algo que ha deseado durante toda la cinta y al hacerlo reconoce que, a pesar de lo que pudieran decir los demás, él es -sigue siendo- una buena persona. Es aquí que suena una detonación de arma de fuego y aparece una salpicadura de sangre sobre los azulejos de la pared de la cocina. Algo totalmente injusto a los ojos del espectador, ya que a lo largo de la película el personaje de Spacey se ha ganado el cariño del público y decididamente, no se lo merecía.

La muerte como consecuencia a la bondad, sin embargo, no es algo nuevo para mí. 

Cuando estaba en los primeros semestres del bachillerato sobresalía uno de mis compañeros por su carácter afectuoso, su optimismo, su alegría por la vida y porque siempre ayudaba a todo aquel que lo necesitara. Pueden imaginar la sorpresa de los compañeros la mañana que llegamos y no le encontramos más. Accidente. Atropellamiento justo afuera de la escuela.

Años más tarde, un pintoresco personaje, buen marido, buen padre, sin vicios... enfermedad terminal. Y hace poco, un estudiante dedicado, hijo cariñoso, novio fiel, trabajador responsable, ejemplo y apoyo para todos sus compañeros. 

Me llaman poderosamente la atención comentarios como ya ves, se mueren los buenos, se quedan los malos, precisamente porque es cierto. Es por eso que no puedo darme el lujo de ser bueno: estoy convencido de que la bondad me garantiza una muerte prematura y yo quiero vivir.

Y si para eso tengo que ser malo, lo seré, pondré en ello todo mi empeño y disfrutaré vivir de esa manera.


domingo, 11 de noviembre de 2012

Me queda claro

Feliz Cumpleaños




No es amor, me queda claro. Lo adivino en la humedad de nuestros besos. En la erizada piel de tu espalda cuando mi lengua asciende por los escalones de tu espina, impulsada por mi aliento.

Yo no te amo, pero todos los días te deseo. A las tres de la mañana y a las cuatro y a las cinco. Y antes de las seis, cuando el frío cala y el ardor de tus abrazos se vuelve una necesidad. Te deseo más cuando mis ojos, cansados de buscarte tantas horas, se vuelven a cerrar.

Anhelo el calor de tus abrazos y nuestros salvajes besos, de dientes y saliva; la travesía lasciva de mi rampante mano, sobre tus muslos de piel morena, durante el peligroso ascenso por tus largas piernas. 

Extraño tu cabello negro derramándose en la almohada y el contraste de tu piel sobre la blancura de mis sábanas. Pero extraño más  tus claros ojos, tus ojos eternos, el perfume de tus hombros y tu espalda,  y beber de un sorbo tu linda imagen con la mirada.

He soñado contigo, con tu cuerpo, cubierto apenas por la combinación negra y granate de las prendas que te regalé. Ansío despojarte de ellas, deslizar una y arrancar la otra en un éxtasis frenético de lujuria y besos, mojados ambos en las cálidas notas de una canción de Auté.

Sirena seductora, entona tu canto una vez más. Pídeme que te acompañe, mujer-hechicera y, al momento, se dirigirán hacia tu puerto mis bien combadas velas. 

No. No es amor, estoy seguro. Pero -me queda claro- que soy esclavo de tu conjuro.





viernes, 2 de noviembre de 2012

Me he convertido




Me he convertido en todo aquello que un padre desearía evitar a sus hijas: un músico desobligado, un hombre sin disciplina, un cínico infiel y un mentiroso experto.

Pero cómo lo disfruto.

sábado, 13 de octubre de 2012

Medea



Los últimos rayos de sol se abrían paso con dificultad entre las  frondosas copas y herían sus hermosos ojos. Tuvo que levantar la diestra y protegerse con ella. En pocos minutos la noche sin luna se apoderaría del camino y sería complicado alcanzar la encrucijada. La princesa Medea lo sabía, así que sus pies descalzos recorrieron aprisa las últimas decenas de metros: El ritual, como siempre, debía ser ejecutado en el lugar que demandaba la Diosa.

Fue precisamente en la encrucijada donde Medea detuvo su andar. Se esforzó porque su respiración volviera a su ritmo normal. Aspiró profundamente y no pudo evitar recordar lo dicho por el Oráculo al momento de su nacimiento: 

Tendrá una infancia feliz y será hábil en las artes de la adivinación y la magia. Sin embargo, el amor hacia un hombre le hará perder absolutamente todo.

Sobra decir que fue esa precisamente la razón por la que había sido consagrada como sacerdotisa en el templo de Hékate desde que era una niña. Y más obvio resulta aún, el exacerbado desprecio -y velado temor- que profesaba hacia el sexo masculino. Mismo que le había hecho prometerse a sí misma que jamás se enamoraría, pues eso, precisamente, estaría marcando el inicio de sus desgracias.

Se colocó la piel de leopardo y puso ambas manos a la altura del pecho, contando los latidos acostumbrados, luego el índice y el corazón de su mano derecha se movieron a sus labios y su frente durante el mismo lapso de tiempo. Con los puños cerrados levantó ambos brazos hacia ese cielo carente de luna pero colmado de estrellas. Abrió las manos y dirigió la palma de su mano izquierda hacia el manto infinito, la derecha fue bajando poco a poco hasta que la palma apuntara al suelo. El trance comenzaba y también la invocación:

Amiga y amante de la oscuridad, Diosa y madre mía, tú que caminas entre fantasmas y entre tumbas; tú la peregrina, la de la triple faz, Luna, Diana y Proserpina, la guardiana de las llaves, ¡portadora de la luz! Te ruego me seas propicia.
Te invoco a ti, Gran Señora de Cielo, Mar y Tierra, por tus misterios de noche y día, por la luz de luna y la sombra del sol. Te invoco a ti, Señora de la vida, la muerte y el renacimiento; emerge ahora del mundo de las sombras para alimentar mi alma y dar luz a mi mente, Señora de los tres caminos, Hékate, compañera y guía en los terribles senderos, te suplico y te ruego... ¡Susurra ahora tus secretos!

Apenas había encendido Medea el fuego místico cuando escuchó la voz de la deidad, dirigiéndose cariñosamente a ella, como tantas otras veces:

-Hija mía, la favorita, ¿qué es lo que deseas saber?
-¿Quiénes son los guerreros que han anclado en las costas de La Cólquide y qué es lo que desean?
-Son soldados, príncipes y aventureros. Vienen a buscar el tesoro más preciado que posee el rey, tu padre.
-En ese caso, les daré muerte.
-Será mejor que lo hagas pronto, hija mía, porque entre ellos, ha desembarcado aquél predestinado a ser amado por ti. El que te traerá traición y muerte. El que se marchará con alguien más.
-No le daré esa oportunidad -dijo Medea segura de sí misma- ninguno de los tripulantes de esa nave volverá a ver el amanecer en su reino...

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El Rey Eetes esperaba ansioso el regreso de la princesa Medea. Aun a pesar de siempre haberse opuesto a la consagración de su hija más joven al templo de Hékate, había aprendido a respetar sus habilidades adivinatorias. Recordó haber estado en desacuerdo con la decisión tomada por la reina, es decir, enviarla con las sacerdotisas. Pero ambas, tanto Medea como Idía, su madre, eran necias y obcecadas. El rey estaba seguro que la necedad de la princesa por hacer las cosas a su capricho, le acarrearía terribles dificultades.

-¿Qué ha dicho la Diosa, hija mía? -preguntó en cuanto le vio cruzar el umbral.
-Vienen por el vellocino dorado, padre.
-Es mi mayor tesoro.
-Lo sé. Y es por eso que les prometerás que tal premio les será otorgado una vez que su capitán cumpla con tres retos imposibles de lograr, que te detallo a continuación.
-¿Tres?
-Tal como lo manda la guardiana de las llaves.

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Medea entró corriendo en sus aposentos, bañada en llanto. Se dejó caer sobre su lecho y cubriendo el rostro con ambas manos, siguió llorando por varios minutos más.

-¿Por qué, Diosa, por qué?


La princesa y sacerdotisa recordó cómo había sido el encuentro. Cerró los ojos y volvió a ver entrar por el portal de la cámara principal al héroe Jasón, seguido de su escolta. Le escuchó hablar, sintió como las graves vibraciones de la voz del joven que hablaba frente a su padre y su medio hermano, Absirto, calaban profundamente en su ser. De pie, a la izquierda de la silla del rey, admiró la valentía de aquél extranjero. Vio las cicatrices en los brazos y se dio cuenta que no había sido un viaje placentero, ni libre de privaciones. Creyó ver en el guerrero que venía a solicitar un objeto mágico, obsequiado a su padre, a un hombre probo, honesto, capaz de hablar directamente y sin máscaras. Le admiró por eso. Ella, la que había planeado su muerte, flaqueaba, cambiaba de sentimientos y ahora deseaba salvar de la muerte segura a la que el rey enviaría a Jasón siguiendo -irónicamente- sus recomendaciones.

-¿Señora de las encrucijadas, portadora de las antorchas, qué debo hacer? -pidió a Hékate consejo.


La Diosa se manifestó en la danzante llama de la vela encendida para tal fin.

-Debes seguir adelante con el plan trazado originalmente. El vellocino tiene que  permanecer en La Cólquide  y los viajeros deben ser exterminados. 
-Pero ahora no puedo hacerlo. Vi la determinación en los ojos del capitán Jasón. Yo esperaba un guerrero que a sangre y fuego quisiera conquistar nuestras tierras y hurtar el tesoro más preciado que hay en éstas, pero en su lugar, apareció un hombre dispuesto a dialogar para convencer. He visto en ese joven cualidades que nunca descubrí en otro hombre. No puedo matarlo ni permitir que le hagan daño.
-Ese hombre será tu perdición, hija mía.
-No importa. Yo lo quiero.


La determinación en la voz de la princesa parecía más un capricho que una resolución. Tal vez por eso la voz de la Diosa de la Oscuridad dejó de escucharse. Medea, como hija menor, mujer y princesa, había sido mal-acostumbrada a obtener siempre lo que deseaba. Desde niña supo de su poder y una vez sacerdotisa y hechicera, la magia fue su aliada para lograr absolutamente todo lo que se proponía, por más imposible que pudiera parecer para cualquier otro mortal. Aun así, quiso cerciorarse de las consecuencias que le acarrearían sus decisiones. Tomó los caracoles y los lanzó.

Hábil adivinadora -como lo pronosticara el Oráculo- vio en su destino tristeza, llanto y el claro indicio de que Jasón no le amaría jamás e incluso, la abandonaría por otra mujer. Cegada por su capricho, decidió ignorar todas las señales, aduciendo que su belleza, su magia y su amor bastarían para que Jasón, el viajero, la amara y nunca deseara separarse de ella. Se lo demostraría. Traicionaría a su padre, a su hermano, a su herencia y a su patria y, de esa manera,  su recién conocido amor no tendría más remedio que adorarla hasta el final de los días.

Esa lógica sin sentido de las mujeres que saben que serán destruidas por aquello que más aman -o creen amar- le hizo urdir un plan y crear los antídotos adecuados a las trampas que ella misma había diseñado.  Una vez terminado su trabajo fue buscar al capitán para ofrecerle los medios que le ayudarían a lograr su objetivo.

-¿Por qué lo hace, Princesa? -preguntó Jasón.
-Porque te amo.
-¿Cómo puede decir que me ama, si realmente no me conoce?
-Eso no importa. Yo te amo.


El argonauta sintió la necesidad de ser honesto con ella.

-Yo no la amo princesa.

Hubo un momento de silencio. Medea bajó la mirada y tras dudar por un instante, reanudó con mayor vehemencia.

-Yo puedo amarte por los dos. Ese cariño que no sientes surgirá. Yo lo haré surgir. Tú tendrás tu premio y yo te tendré a ti.
-Esa traición a su pueblo significará su muerte princesa.
-Es por eso que tendrás que llevarme contigo. -dijo ella, sonriendo.


Jasón colocó el puño sobre sus labios, en actitud pensativa. Valoró lo que se le ofrecía. Una victoria a cambio de fingir algún tipo de cariño hacia la princesa Medea. La lógica se impuso y decidió aceptar la oferta que se le presentaba de manera tan conveniente.

-No puedo amarla como usted pretende princesa... Soy un viajero, un espíritu libre. No deseo atarme a un solo puerto ni a una sola mujer. 
-Eso no importa -repitió Medea una vez más- dame lo que tengas, el poco cariño que tengas para mí, que yo sabré conformarme.
-¿Está usted segura? 
-Tan segura como que eres lo que más quiero en el mundo.
-Entonces acepto.
-Me haces muy feliz.


Medea, con lágrimas en los ojos, hundió el rostro en el pecho de su amado, abrazándole desesperadamente, como los moribundos se asen a la vida cuando la boca del inframundo se abre ante sus pies. Él la abrazó fría e inexpresivamente y, con un beso en los labios, desencadenaron juntos aquella promesa de infelicidad que pendía sobre la cabeza de la princesa desde el instante mismo de su nacimiento.





sábado, 29 de septiembre de 2012

El príncipe Connor





                Hace mucho tiempo, vivió en un reino de Europa un hombre llamado Alexander Connor, hijo de un campesino que era dueño de unas pequeñas tierras y algunos animales de nombre Bruce, la madre de Alexander había muerto al traerlo al mundo y su padre se dedicó a sus tierras, dejando al niño en manos de su tía, hermana de su padre.

Creció Alexander al cuidado de su tía, hasta el día que su padre lo dejó a cargo de las tierras y los animales, aceptó el muchacho de buena manera la nueva responsabilidad.

                Una tarde, el heraldo de su majestad, colocó un cartel en la plaza principal, se trataba en pocas palabras de un decreto real, que hablaba acerca de matar a un dragón.

                “Aquel que mate al dragón, bestia feroz que se ha dedicado a hacer pavesas los sembradíos del rey, se casará con la princesa Melody, están invitados todos los habitantes de este reino, como prueba de que el dragón ha muerto, llevarán su cabeza ante la presencia del gran rey”.

                Después de que el heraldo leyera el decreto, empezó a correrse la noticia, casa por casa se fue sabiendo del dragón, de la princesa y del rey.

                Alexander regresaba de la labor cuando un grupo de caballeros de brillantes armaduras y de estandartes de colores vivos y llamativos, con leones rampantes y águilas de alas abiertas pasó al lado suyo, uno de ellos, de voz áspera y rostro duro, con la barba tiesa por el sudor y la tierra del camino se dirigió a él.

                -¿Hacia dónde queda el bosque de Backtol? - Preguntó.

                -Sigan por el camino, a seis leguas está un cruce, la señal marca a la izquierda, a este paso, estarán al anochecer donde comienza el bosque. – Contestó Alexander.

                Sin dar las gracias, el caballero se unió de nuevo al grupo, Alexander no dejó de mirarlos hasta que los perdió la vista. Al llegar a su casa le contó a su padre lo que había visto.

                -Quieren matar al dragón – dijo. Luego le contó lo que había escuchado del heraldo del rey.

                A partir de entonces, Alexander no dejó de pensar en qué sería de él si matara al dragón, mientras trabajaba, pensaba en los lujos y en las riquezas, ya no sería pobre, ni su padre, ni su tía, no tendría que trabajar más.

                En verdad lo deseaba, y es bien sabido que cuando deseas algo con todas tus fuerzas se ha de cumplir.

                7 días después llegó a las puertas de su casa un hombre, llevaba una armadura, un estandarte y estaba herido de muerte, pidió de beber vino y algo de comer, no les dijo de su herida, pero agradeció en el alma la hospitalidad y murió.

                Lo sepultaron en el cementerio del pueblo, nunca nadie preguntó por el guerrero desconocido.

                El padre de Alexander guardó la armadura y el estandarte en un cofre por si alguien los reclamaba.

                Algunos días después Alexander vio pasar un nuevo grupo de hombres con armaduras y nuevos estandartes, se le ocurrió entonces que usando la armadura del guerrero muerto tendría oportunidad de matar al dragón.

                Qué sorpresa se llevó al ver que le quedaba excelente, tenía un cuerpo musculoso y fuerte, era alto y pudo soportar muy bien el peso de la armadura y de la espada, llevando el estandarte parecía un verdadero guerrero.

                Habló toda la noche con su padre, que siendo su único hijo lamentaría mucho su pérdida, pero vio su gran determinación que terminó dándole su bendición y un fuerte abrazo, tomó el caballo más fuerte que tenían y partió al amanecer.

                Llegó al bosque Backtol al mediodía y se dedicó a buscar al dragón, se fue tras las huellas del grupo anterior que todavía eran visibles, anduvo varias horas, se distrajo con algunas aves del bosque y un conejo pasó frente a su caballo que, espantado, pegó carrera hasta adentrarse al bosque no podía detener a su caballo hasta que una rama baja lo golpeó y lo hizo caer, su caballo lo abandonó allí mismo.

                Se levantó Alexander algo aturdido, caminó algunos pasos cuando se encontró en la entrada de una cueva, entró pensando pasar la noche y comenzar al amanecer su búsqueda, encendió una fogata y se quedó dormido, pero no pasó mucho tiempo cuando un rugido que casi lo deja sordo lo despertó.

                ¡Era el dragón!, lleno de pavor trató de correr, pero estaba acorralado, quiso trepar por la pared mohosa pero no podía, el dragón lo golpeó con el hocico que lo lanzó a varios metros, la bestia fue sobre Alexander para devorarlo de una vez, pero un ala del dragón rompió una columna, ésta sostenía varias rocas que fueron a caer sobre la cabeza del dragón aplastándola, eso sería el fin de la bestia.

                Alexander se acercó al animal, lo picó con su espada, estaba inmóvil

                Como la cabeza quedó bajo toneladas de roca cortó la garra delantera izquierda como prueba de que el dragón había muerto.

                Llegó al palacio con la garra, inmediatamente se presentó con el rey.

                Por supuesto que tenía que inventar una historia que lo hiciera ver como un verdadero guerrero y como tardó 2 días en llegar, tuvo tiempo suficiente para inventarla,después de contar su odisea el rey quedó tan complacido que unas lágrimas de orgullo paterno rodaron por sus mejillas peludas.

                ¡Llamen a la princesa! – ordenó el rey.

                Alexander no podía creerlo, una figura hermosa, venía bajando por las escaleras del palacio con un vestido blanco de seda y adornado de joyas, un collar con un rubí del tamaño de una manzana colgaba de su cuello, las manos blancas tenían en cada uno de sus largos dedos, anillos de gemas preciosas, un brazalete con polvo de diamantes envolvía su muñeca derecha.

                La princesa retiró el velo que cubría su rostro, al estar frente a Alexander. Unos ojos turquesa lo petrificaron, sus labios rojos se abrieron para mostrar sus dientes blancos y hermosos, el aroma de millones de flores golpearon su nariz.

                ¡Celebremos! – gritó al rey levantando su copa real.

                Alexander y Melody se casaron esa misma noche.

                Durante toda la boda la princesa no habló, sólo sonreía y en verdad se veía feliz.

                -Vamos a nuestros aposentos – dijo por fin la princesa, con una voz pura, transparente, fina, melodiosa.

                ¡Qué feliz era Alexander!, con sólo desearlo se encontraba ahora con la princesa más hermosa del mundo y estaba a punto de hacerle el amor.

                Dos horas tardó la princesa en desnudarse, su cuerpo perfecto estaba en el tálamo nupcial listo para recibirlo, a una señal por demás provocadora de la princesa, Alexander se acercó a ella, un vitral detrás iluminaba la belleza de su princesa, su princesa multicolor.

                Un ruido de cristales rotos interrumpió el silencio del momento, luego el grito desgarrador de la princesa hizo que los invitados corrieran a la alcoba a ver lo que sucedía.

                En el piso estaba Alexander con una flecha en el corazón, nadie supo cómo llegó, nadie supo quien la lanzó, el príncipe murió en poco tiempo.
               

Moraleja: Lo que fácil llega, fácil se va.

                

sábado, 22 de septiembre de 2012

La luna





La hija del Tiempo salió temprano de sus habitaciones en el sagrado castillo de su padre. Comenzó a caminar por los amplios jardines y no tardó mucho en llegar a un arroyo que desembocaba en un lago de plata. Se despojó de sus ropas y se introdujo en las frescas aguas. Después del baño, enjuagó y secó su larga cabellera negra que contrastaba con la deslumbrante blancura de su piel. Ahí, donde las gotas que caían de su cabello se perdían en la tierra, nacían las flores más hermosas, con el mismo aroma que guardaban las suaves fibras capilares de las cuales habían caído. Anduvo un rato por la ribera pensando en la sensación de felicidad que la embargaba y agradeciendo a los dioses por ello.

Se detuvo frente a una visión extraña. Un extranjero, venido de muy lejos, sin duda, ya que no vestía con los colores del reino. Debía ser un guerrero, pues tenía la mirada dura y lejana, los dorados cabellos caían hasta los hombros y su piel, a diferencia de la blancura de la princesa, era levemente rojiza. Él no le vio. Bebió un poco en las aguas del lago y dejó que su cabalgadura lo hiciera también. Después se marchó sin mirarla siquiera.

Ella le siguió, durante un tramo, a través de los bosques que circundaban el castillo pero no le alcanzó. Sentía curiosidad. Quería saber todo y más de aquél extraño. Cuando lo perdió de vista regresó a su hogar, la mirada inundada de tristeza y los brazos lastimados por los espinos del bosque, lugar al que nunca antes se había aventurado.

Su padre, anciano y sabio, blanco y deslumbrante como ella misma, adivinó algo diferente en su actitud.


-¿Qué sucede, niña mía?
-Vi a alguien. Distinto a nosotros. No pude preguntarle quién es. Le seguí pero no le alcancé. Monta una  bestia desconocida para mí.
-¿Por qué le seguiste?
-Porque no me vio y nunca me había pasado eso. Incluso las flores voltean al verme pasar y el manantial acelera su paso para darme la bienvenida con sus mil voces, las aves guardan silencio cuando saben que vendré y el viento detiene su continua marcha en el instante en que mis pies suenan en la hojarasca...
-¿Qué esperas de ese guerrero entonces? -dijo el Tiempo tristemente, sabiendo que el momento que tanto temía estaba por llegar.


La princesa se sorprendió por un momento. Luego recordó que su padre lo sabía todo. Siempre lo sabía.


-Quiero que me vea. Que su mirada me de calor. Ser importante para él. Creo que estoy enamorada.


Su padre le miró con ternura y tristeza. Le dijo lo que tenía que ser dicho. Era su deber. Lo había sabido durante siglos y ahora había llegado el temido instante.


-No puedo ayudarte.


El Tiempo vio a su hija salir por el portal, vio alejarse su reflejo en el mármol blanco del amplio corredor y suspiró resignado, consciente de que nunca más la iba a ver entrar por ese umbral. Él mejor que nadie sabía que el destino debía cumplirse.

La princesa llegó  a la orilla del lago y lloró largamente, Lloró tanto que las aguas del lago subieron de nivel hasta alcanzar a cubrir los blancos tobillos y las hermosas pantorrillas. El espíritu que habitaba en el fondo del espejo de plata se compadeció de ella. Salió de las profundidades entre reflejos dorados, rojos y púrpuras. La princesa se protegió un poco los ojos con la mano derecha para poder mirarle.


-¿A qué se debe su llanto, princesa? -preguntó
-Quiero algo que no puedo conseguir.
-¿Qué desea?
-Que el guerrero de los cabellos dorados me mire, quiero poder seguirlo a donde él vaya, que sepa que lo necesito para poder continuar siendo.
-Ya veo.
-Y mi padre no quiere ayudarme.
-El Tiempo no puede, princesa. No tiene el poder. Pero yo sí.


La hija del Tiempo miró sorpendida al espíritu del lago  e hizo la pregunta:


-¿Tú puedes ayudarme?
-Sí. Pero solo si es algo que realmente desea.
-Es lo que más quiero.
-Aunque eso implique perder todo lo que conoce hasta el momento.
-¡Sí! -respondió la princesa.
-¿Quiere usted acompañar al guerrero que nunca se detiene en su viaje?
-Sí quiero.
-¿Por cuantas jornadas?
-Para siempre. Por toda la eternidad.


El silencio reinó de pronto. Pareciera que el espíritu del lago dudara de lo que estaba escuchando.


-¿Está segura de lo que pide?
-Sí -dijo ella firmemente.
-Necesito a cambio su cabello. No lo necesitará en el lugar a donde va. Cierre los ojos.


La hija del tiempo sintió un leve mareo. Se elevaba sobre el suelo, flotaba. Comenzaba un viaje eterno. Se convertía en la luna y el rubio guerrero, debido al deseo de la princesa se convertía en el sol. Justo en ese momento y en ningún otro es que el día y la noche comenzaron a existir.  

La luna aún trata de alcanzar al sol en su interminable viaje y recibe su cálida mirada, para poder ser. Cuando el sol no la ve, la luna simplemente no existe. Sin embargo, sus lágrimas de tristeza quedan regadas sobre la negra bóveda celeste y aparecen pequeñas luminosidades a las que los hombres han tenido a bien llamar estrellas.

Desde entonces, como recordatorio del mágico trato con el espíritu de aquél lago de plata, en la transición del día hacia la noche, el horizonte vuelve a cubrirse con sus resplandecientes colores. Y el anciano Tiempo, viendo por la ventana, envuelto en su manto de armiño,  recuerda que hace muchos siglos él tenía una hija que corría por los jardines de su castillo y que se forjó una romántica maldición que la tendría atada a un trágico destino hasta los confines de la eternidad.

-Le seguirás por siempre, mi niña, y te mirará, sin duda. Su viaje será tu viaje y lucirás tu blanca belleza gracias a él. Le seguirás por siempre -repitió el Tiempo- pero jamás estarán juntos: ese fue tu deseo.


sábado, 8 de septiembre de 2012

Primer día de clase




Se han generado tantas variantes y añadidos a esta historia -especialmente cuando es Ismael quien se encarga de contarla-, que no tengo más remedio que relatar los hechos tal como sucedieron realmente.

Ésta, amigos, es la verdadera historia.

Eran los primeros días del mes de septiembre, y nosotros regresábamos a la universidad después de un largo receso de dos meses. Aún había posibilidad de que cayeran algunos chubascos aislados, pero ese lunes en particular, el calor era poco menos que insoportable y no habían en el cielo nubes que prometieran que esa situación cambiaría pronto.

Después de varios semestres en la escuela, uno aprende cómo funcionan las cosas: qué es lo que debes pedir en la cafetería, a cuál de las cocineras le puedes coquetear para que tu orden de tortas de brocheta sea la primera en ser atendida, por qué corredor desfilan las chicas de administración y lo más importante, claro, que el primer día de clases nunca hay clases.

Se suponía que habíamos entrado a las dos de la tarde y para ese momento eran las cuatro. Ninguno de los dos profesores que nos darían clase durante ese semestre se presentó. Y en una tarde donde el sol caía a plomo, la situación se presentaba aburrida y todos, absolutamente todos, traíamos la inercia de las vacaciones, solo faltaba una chispa que prendiera la mecha.

-Vamos al DEPOrtivo.

No necesitamos de mucha insistencia, ni una invitación formal por escrito. El DEPOrtivo, era el depósito de cerveza situado a 500 metros de la misma, por la parte de atrás. Todos asentimos de buena gana, tomamos nuestras mochilas y libretas y fuimos a tomar una o dos cervezas. (A esa edad es para lo único que te alcanza, a menos que seas de los que trabaja y estudia, o un niño rico con mesada que puede estafar a sus padres cada que se le antoja).

Hice cuentas mentalmente. Dos horas. Me alcanzaba perfectamente para llegar al expendio, platicar con mis cuates, tomarme las dos cervezas, regresar caminando tranquilamente y pasar por mi novia al edificio contiguo a la hora de la salida.

Llegamos y pedimos nuestra respectiva bebida refrescante. En semanas recientes había salido una nueva marca en presentación de medio litro, por el mismo costo. Como estudiantes, eso nos animaba a tomar más, pagando lo menos. Charlamos sentados en la acera, bromeamos, reímos a carcajadas, nos golpeamos como todos los amigos hacen. Todo era tranquilidad hasta que llegó él.

En todos los grupos de amigos, siempre hay alguien que pone el desorden. Uno, dentro de toda la palomilla se destaca por ser el incitador de las más grandes juergas o las más peligrosas. Justo cuando otro camarada y yo nos levantábamos, satisfecho nuestro antojo de la consabida bebida de cebada del primer día de clases, se apareció en la esquina.

-¿A dónde van?
-A mi casa -dijo Flavio- estoy cansado.
-¿Y tú? -dijo mirándome.
-Yo aún tengo que pasar a la escuela. Mi novia sale a las seis.
-Todavía alcanzas.
-Es para irme tranquilo caminando. Además ya no traigo dinero.

En ese momento debí irme, sin que me importara nada. Ni lo que dijera él, ni que mis amigos me tacharan de mandilón. 

-Yo pago. Otra ronda para todos -dijo solemnemente.

Todos accedieron riendo de buena gana. Yo pensé: Una cerveza y me voy. No hay problema. Aún tengo tiempo suficiente...

-De una vez que sean dos rondas. Yo pago. -Volvió a decir cuando todavía no destapábamos la primera cerveza que había invitado.

Yo seguí con la idea de tomar solo una y cuando la terminé y comencé a despedirme se paró frente de mí.

-¿A dónde vas?
-A la escuela por mi novia.
-Te falta una cerveza.
-Ya no quiero.
-Si no te la tomas, no te vas.- y le sacó la corcholata, ofreciéndome la botella.

De verdad no sé que extraña lógica se enmarañó en mi mente, que pensé que lo mas sensato y rápido era darle gusto para poder largarme lo antes posible. Era la década de los noventa y sonó un mensaje en mi enorme celular Nokia, regalo de una hermana, porque yo no podía darme el lujo de comprarme uno.

Novia: "Ya salimos. ¿Dónde Estás?"

Tomé la botella de medio litro y me la bebí de un sorbo, sin miramientos, sin pausas, sin respirar. Pedí dos pastillas de menta a mis amigos para no llegar oliendo a alcohol con la damisela que me esperaba y me fui corriendo a su encuentro.

Aún no sé a qué debiera culpar en mayor medida: El no haber comido ese día, los dulces de menta, la cerveza tomada de un solo trago -Hidalgo, le decimos en México-, el haber corrido esa pendiente o a la ansiedad porque mi novia me iba a regañar si llegaba tarde. El asunto es que llegué mareado, muy mareado con ella. Nos saludamos con un beso en los labios y me preguntó si estaba bien. Dijo que estaba muy pálido.


-No es nada, de veras -le contesté.
-Andabas tomando, ¿verdad? 
-Me tomé unas cervezas con mis amigos.
-Jum... -refunfuñó.

Obviamente, las pastillas de menta no habían servido para maldita la cosa. Y yo cada vez me sentía peor. Llegamos a la parada del camión y me mareaba cada vez más. Sentí como la espuma de la cerveza regresaba por mi nariz. Ella se asustó y fue a buscar ayuda con mis amigos. Yo apoyé ambas manos en la palmera más cercana para no caerme. No tardó mucho en regresar con back up y se marchó, no sin antes sentenciarme con la mirada y con un:

-Mañana hablamosss...

Lo dijo así, prolongando la S final, con la clara intención de que me sintiera culpable durante todo el tiempo que pasaría antes de volver a vernos...

Eso fue todo. No pasó nada más. Así de simple fue el asunto. Todos aquellos que les hayan dicho que duré tres horas abrazando la palmera, declarándole mi amor, cantándole canciones apasionadas a la luz de la luna y que los cocos que tuvo la primavera siguiente fueron hijos míos no reconocidos, mienten descaradamente o estaban más borrachos que yo.

Éso fue lo que en realidad pasó, apreciables lectores. Lo juro. Doy fe.