domingo, 1 de febrero de 2015

Sin remordimientos


Aún no dan las 8 de la mañana y en la explanada de la universidad ya hay un mar de gente. Me las arreglo para caminar aprisa entre los muchos compañeros que hacen lo mismo en su afán de llegar a tiempo  a las primeras clases matutinas.

Tengo las manos en los bolsillos,  pues el frío del invierno deja sentir su rigor.

Al llegar al pie de la escalera los descubro, dando vuelta en el descanso que se encuentra justo antes de bajar los últimos diez escalones de concreto. Ella lleva leggins negros, botines y una chamarra café con peluche en la capucha. Él usa unos vaqueros azules, camisa clara  y tenis. Casi no reparo en él.

La que me interesa es ella: su piel tersa y apiñonada, el lustroso cabello lacio que le llega hasta la mitad de la espalda, las bien torneadas piernas, la sonrisa -hoy enmarcada por unos labios color carmín- y su belleza natural y cotidiana. Esa belleza que la marca que le dejó la viruela sobre la ceja izquierda, no hace sino acrecentar.

Me sorprende verles tomados de la mano. No sé si es por los tacones, pero ella luce más alta que él y desprende luminosidad. Él siempre ha sido opaco, gris; el tipo de persona que pasa desapercibida... y aún así van de la mano. ¿De todas las posibles opciones, por qué él? Siento surgir algo caliente dentro del pecho. Una mezcla de envidia y decepción.

Sonrío con descaro pues he tomado una decisión. Los espero al pie de la escalera para saludar a mi amigo, pero sobre todo para aspirar el perfume de ella al besarnos la mejilla. Sostengo su mano entre las mías más tiempo del necesario. Él parece no darse cuenta.

El primer paso está dado, sé lo que haré después. Me convenzo a mí mismo de que Armando no es tan mi amigo y de que utilizaré todos los recursos que tenga a mi alcance para concretar el despojo.

Ahora ellos caminan en diagonal por el centro de la explanada. Ella voltea discretamente hacia mí y sonríe con complicidad, mostrando esos labios color carmín que me obsesionan, a manera de confirmación. Mi arrebato pues, ha surtido efecto.

Me apoyo en la baranda mientras los veo alejarse un poco más y luego giro sobre mis talones para subir al tercer piso, brincando los escalones de dos en dos. Al entrar al salón mi pulso está acelerado y no es solo por la agitación del ejercicio: no puedo evitar mi sonrisa de triunfo adelantado. 

Quizá alguien pudiera pensar que soy una mala persona o un cínico. La verdad, es que yo no siento remordimiento alguno...