martes, 23 de diciembre de 2014

El amargado


Está bien. Te lo concedo: puedes llamarme así. A fin de cuentas, todos los días te doy más de una razón para que lo hagas. Pero si lo consideras seriamente, al respecto de este tema, mis razones son justificadas.

¿Cómo pides que me calme? ¿Cómo pides que respete tus creencias? Sabes que la celebración de estas fechas tiene su correspondencia con los cultos solares, ¿verdad? Y si no lo sabes, no importa. En realidad eso no me molesta.

Lo que me hace escupir piedritas de bilis es todo lo demás:

  • El mito de un personaje turco, envuelto en halo de leyenda, que una empresa refresquera retoma durante el siglo pasado,  le moderniza,  le asigna los colores de su marca  y lo comercializa hasta el hartazgo (mi hartazgo, si se quiere).
  • Los centros comerciales atascados de insoportables estresados.
  • Las filas interminables en bancos y cajeros electrónicos.
  • Los gastos estúpidos de los gobiernos municipales simulando (intentando simular)  mantos nivales en ciudades, pueblos y comunidades cercanas a los trópicos o al ecuador.
  • Las compras de última hora de cosas que no son indispensables y se pagan a precios inflados debido a la temporada navideña.
  • La hipocresía que dura poco menos de un día,  donde los amigos vuelven a serlo, las rencillas familiares se "olvidan" por unas horas y los teléfonos no dejan de sonar...


¿Quieres que me calme? ¿De verdad quieres que me calme y que participe de esta locura cíclica de temporada? ¿Me pides que crea en la magia? Está bien, lo haré. ¡Mostradme y creeré!

He aquí lo que deseo, como una prueba. Solo eso...





Sin moño, que ése se lo pongo yo.


¡Salud! 

viernes, 31 de octubre de 2014

El disfraz



Abro los ojos cuando aún no ha sonado la alarma en el despertador. Una vez concluida la temporada de lluvias, debo confesar que me sorprende esta claridad dominical, así que decido salir al patio a respirar la fría tranquilidad. 

El día está fresco, pero se alcanza a apreciar que ya hay un poco de sol en mi azotea. Subo la escalera y me protejo con la mano derecha de la luminosidad del astro rey.

Me asomo a la calle y me hace sonreír un espectáculo que hace mucho no veía:
La humedad en los techos de distintos materiales -concreto, lámina de cartón, teja-, al ser tocada por el rayo del sol comienza a vaporizar, se eleva unos 15 o 20 centímetros en formas caprichosas y luego desaparece. 

Se oye ladrar un perro a unas cuadras de distancia y el sonido de un camión de carga, más lejano aún.

Tres figuras aparecen al fondo de la calle, de las cuales solo alcanzo a distinguir las siluetas; sin embargo, me doy una idea de la ropa que llevan puesta y adivino a lo que se dedican.

Desde mi puesto vigía en la azotea de mi casa observo cómo avanzan. A cada paso, las puertas se cierran, los pestillos se corren, las madres  aconsejan a sus hijos no hacer ningún ruido... El temor hacia aquellos personajes es manifiesto.

En muy poco tiempo, la calle entera queda en silencio.

Está decidido: para la fiesta de All Hallows Eve del fin de semana, definitivamente mi disfraz será de Testigo de Jehová...

miércoles, 15 de octubre de 2014

Literalidad





-¿A nombre de quién? -Preguntó la mujer detrás del mostrador.


Ella se paró en las puntas de los pies, estirando aquél 1.53 de estatura,  para ver con mayor claridad en la pantalla los lugares marcados con amarillo y gris.  Luego dijo con una seguridad que no se esperaría en una adolescente:


-Míriam Rodríguez.
-Rodríguez ¿qué? -Insistió la vendedora.
-Rodríguez Alcáuter -contestó en tono distraído, mientras jugueteaba con la agujeta de la capucha de su sudadera con la mano izquierda, en un gesto a la vez femenino e infantil.


La mujer que le atendía fijó su mirada en ella, inclinó la cabeza y deslizó hacia abajo los anteojos, sobre su nariz.

Míriam llevaba unos jeans de mezclilla azules que ajustaban perfecto en sus piernas delgadas y firmes; estaban desgarrados  en la rodilla izquierda y un poco gastados a la altura de su cadera, del lado derecho y los había remangado hasta la pantorrilla. Se había calzado unos flats de tela en color verde militar y sobre el tank top blanco llevaba una sudadera deportiva gris de capucha, con el cierre frontal completamente abierto. Su belleza adolescente era pálida y sutil. El cabello ligeramente rojizo enmarcaba una cara encantadora, adornada con tres pequeños lunares color marrón sobre el pómulo derecho: una constelación equilátera  sobre el claro lienzo de su rostro.


-¿Eres hija de Angélica?
-Sí, -dijo Míriam, dudando por un momento- ¿la conoce?
-Estuvimos juntas en la secundaria. Es difícil olvidar un apellido como ése. Me la saludas.


La mujer regresó a su posición y colocó los anteojos en el lugar correcto.


-¿Qué asiento quieres?
-Veintiuno, junto a la ventana. 


Lo mejor de viajar en autobús es ver los paisajes quedando atrás, donde es posible que permanezcan para nunca más aparecer frente a nuestras miradas.


-Andén 14. Que tengas buen viaje.
-Gracias. -dijo ella con una tímida sonrisa.
-Sacaste los ojos de tu madre...


Míriam se agachó para recoger la mochila del piso y al acomodarla sobre su espalda, sintió el frasco de cristal al fondo de la misma. Tuvo mucho cuidado de colocarla de manera que el formol no fuera a derramarse, aunque se había asegurado de cerrar muy bien la tapa. Quería conservarlos por un buen tiempo. Eran un trofeo. Después de todo, representaban su triunfo sobre el pasado y sobre todas las cosas que se juró nunca más volver a permitir. 

Quizá alguien, en algún momento, descubriera lo que había hecho pero para entonces, seguramente ya estaría a salvo en el otro extremo del país.






martes, 30 de septiembre de 2014

Besos



Hace mucho que no me daba el gusto de salir. Aspiro el aire contaminado de mi ciudad con el placer desbordado del adolescente que fuma a escondidas en la azotea de su casa. Veo los colores del atardecer resbalar poco a poco por las paredes de los edificios. Pronto es de noche y mis pasos me llevan diligentes al lugar que más extrañé durante los últimos meses.

Entro al bar que luce prácticamente vacío. El barman me reconoce (o a mis propinas), a pesar del tiempo transcurrido y me saluda desde la barra, mostrando en alto la palma de su mano derecha. Me dirijo hacia él y me pregunta, a manera de saludo:


-¿Lo mismo de siempre?


Le respondo asintiendo con la cabeza y comienza a preparar mi bebida, mientras yo arrastro uno de esos pesados bancos altos para sentarme ahí, junto a la barra, como solía hacerlo hace muchas, muchas noches.

¡Extrañaba tanto esto! El sabor de esta bebida, la sensación de este líquido helado recorriendo mi garganta y dentro de mi pecho, la tranquilidad de beber sin que nadie moleste ni se moleste.

A mis espaldas suena una risa estridente que me hace voltear. Son dos chicas, vestidas de manera idéntica. Las faldas en gris oxford, las blusas blancas y las mascadas rojas alrededor del cuello me dicen que trabajan en el banco que está a dos cuadras de distancia de este bar.

Toman asiento cerca de mí, en una de las mesas pequeñas y las escucho pedir Margaritas. Los decibeles de sus voces aumentan de manera proporcional al tequila que se meten al sistema. Su conversación me divierte.


-Lo besé.
-¿Tú a él?
-Sí, ¿qué tiene?
-No sé, es raro...
-No tiene nada de raro. En estos tiempos somos las mujeres las que tomamos la iniciativa.
-Es solo que yo tengo otra idea.
-Estás mal.
-¿Y al menos besa rico?
-No. Yo beso más rico que él...


Y ríen de manera más ruidosa aún, si esto fuera posible.

Me quedo pensando en lo que dicen. Creo que ambas tienen razón. Y, como siempre sucede después de unos cuantos de estos brebajes que me sirve Miguel, comienzo a recordar cosas que creía olvidadas.


Se levantó del sofá y fue hacia el cuadro que dominaba la salita de estar. Dijo en voz alta "no entiendo esta imagen". Volteó hacia mí y se quedó en silencio, como alguien que descubre algo que sorprende o asusta. 

Siempre me ha gustado la sensación de placer que me produce el que una chica sepa que la voy a besar cuando aún estoy a dos metros de distancia. Caminé hacia ella muy lentamente y vi temblar sus manos. Al llegar a su posición seguí avanzando sin apartar la mirada de sus ojos, ella tuvo que  caminar hacia atrás conmigo, siguiendo el ritmo, la cadencia que yo marcaba. Pronto la detuvo la pared en su espalda y su mano derecha se movió del centro hacia afuera, como en un reflejo. Parecía querer decir algo, pero su voz no quiso salir de su garganta.  Acerqué mi rostro al de ella, pero no fui directo a su boca sino a su mejilla, rozando apenas con el labio inferior, siguiendo camino hacia su oído para preguntar en un susurro:

-¿Qué pasa?
-Na-nada... -respondió ella, de manera apenas perceptible.

Era imposible no sonreír al ver cómo se erizaba la piel de sus brazos en una progresión tan regular que me hizo pensar en fichas de  dominó hechas de folículos pilosos.

Seguí, o mejor dicho, fingí seguir hacia su cuello, lo cual provocó el estremecimiento que yo esperaba. Retomé el camino hacia sus labios y...


Unos golpecitos en la espalda me hacen volver a la realidad del bar, a Miguel que atiende a unos gringos recién llegados, a las luces rosas de neón que adornan el refrigerador y a la música ambiental que deja escuchar las notas de Knockin on Heaven's Door.

Una de las chicas-cajeras-oficinistas me ha sacado de mis pensamientos para preguntar algo muy común en lugares como éste.


-¿Tienes cigarros?


Los tengo. De esos que mis amigos critican, diciendo que son cigarros para niñas. Hoy servirán.

Saco la cajetilla de la bolsa interior del saco y la sostengo en la mano derecha mientras tres o cuatro cilindros delgados y oscuros asoman en el extremo. La miro a los ojos mientras le digo, envalentonado por la cantidad de alcohol que ya me hace sentir el calor en el rostro.


-Pero te costarán tu nombre. ¿Cómo te llamas?
-Laura... -dice sonriendo.


Toma dos. Uno para ella y otro para su compañera. Regresa a su mesa. Ni siquiera recuerda agradecer. Alcanzo a apreciar que tiene muy lindas pantorrillas y vuelve a sonreír cuando su amiga le indica que la sigo mirando.

Giro para encontrar que Miguel ha vuelto a llenar mi vaso hasta el borde. Lo bebo de tres sorbos, pago mi consumo y me retiro del lugar. 

Al salir a la calle aspiro otra vez, profundamente, el aire de la noche, que me trae un ligero sabor a lluvia. No hay luna en el cielo, pero lucen las estrellas. Me siento renovado, con una energía que no sentía hace mucho tiempo. Tal vez, la persona que me dijo que solo necesitaba un giro en mi vida para volver a sentir cómo fluye por mis venas, tenía razón. 

No puedo evitar sonreír con satisfacción. De momento, es hora de volver a casa a pensar en besos de historias ajenas y propias, hasta que me quede dormido.




domingo, 10 de agosto de 2014

Vasos, besos, blusas...

Feliz cumpleaños, dondequiera que te encuentres...



Me pide un vaso con agua. Saca de  la bolsa de mano una cajita blanca de cartón y extrae algo de ella. Revienta una de las burbujas y toma la píldora entre el índice y el pulgar. La traga con ayuda del líquido vital. 

No preguntaré. Me rehúso a correr el riesgo de enojarme como la última vez. A fin de cuentas, ella decide lo que hace con su salud y con su cuerpo y yo, por mi parte, no intervendré más.

Trae una blusa gris con el estampado de un pentagrama sobre el pecho. Adivino sus pezones en el Mi de dos compases simétricos. 
Nos besamos con la vehemencia de dos adolescentes hambrientos de mundo, de caricias; decididos a sacarle provecho al poco tiempo que tenemos para nosotros.

Soy adicto a su aroma, a sus caricias, al peligro que me representa estar cerca de ella, al roce de su piel contra la mía, a sus contradicciones.

Se despoja de la blusa y me advierte, aparentando seriedad: puedes quitarme todo, excepto el sostén...

Me mantengo firme en mi decisión de no preguntar. He aprendido que cuando me involucro, nuestra situación se vuelve más riesgosa aún.

Recorremos mi cama, girando como las agujas del reloj. Nos besamos, nos mentimos; me promete no marcharse jamás y yo le juro que la amo. Mordemos nuestros labios y  compartimos el sudor. Una vez más, las horas se contraen. Nosotros ignoramos el tiempo hasta que algún ruido cotidiano nos devuelva a la realidad.

Vasos con agua que no ha de beberse, copas de vino que ya están vacías, besos alucinantes de intensidad creciente, blusas pautadas que que resbalan por unos hombros de marfil, hasta llegar a la alfombra, con el resto de la ropa dispersa por el suelo.

Uno de los dos debe marcharse siempre. Esta vez, el turno es de ella. Debe regresar al mundo, a la "estabilidad familiar", a la rutina agobiante, al hogar ejemplar.

Yo permaneceré en este agujero, aspirando el aroma que aún flota en la habitación, recitando cíclicamente y con los ojos cerrados -como si se tratara de un mantra- vasos, besos, blusas... Vasos, besos, blusas..., hasta caer vencido por el sueño entre las sábanas de esta cama donde mañana, irremediablemente, amaneceré sin ella...


domingo, 29 de junio de 2014

Evocación



Camina sin prisa, sintiendo el asfalto quemante bajo la suela de los zapatos. El pantalón negro absorbiendo los rayos del sol de las dos de la tarde. Traga saliva y mientras se protege los ojos con la mano izquierda, desea estar bebiendo una cerveza, sentado en la terraza de cualquier bar.

A su memoria llega, como una ráfaga, el recuerdo de ella.

Pero no piensa en sus ojos color avellana, ni en aquellos labios en forma de corazón; sino en lo más excitante de su anatomía femenina: las blancas piernas.

Recuerda la tarde -tan calurosa como ésta- y cómo le vio descender del coche color plata: llevaba una minifalda de mezclilla que dejaba al descubierto las torneadas extremidades rematadas en zapatos altos de charol rojo que hacían juego con sus labios. Extraordinariamente difícil contemplar esas pantorrillas con la boca cerrada. 

Recuerda también la reconfortante sensación del aire acondicionado al entrar en la sala de cine y cómo -deliberadamente- le cedió lugar a su derecha, para contemplarle por la espalda.

Tiene presente cada detalle: la penumbra de la sala, los asientos elegidos, los desnudos gratuitos de la película de Milcho Manchesvki en la pantalla, el fugaz atisbo a la blusa abierta hasta el tercer botón y el cómo se acercó al cuello de la chica para hacerle sentir su aliento y murmurar en su oído  me gustas. El recorrido intencionado del dorso de su mano sobre aquel hombro y aquel brazo desnudos; consciente de la reacción que provocaría.

Sonreía, lo recuerda bien. Maliciosamente, si se quiere. Recuerda cómo su mano siguió camino hacia los muslos, bajo la minifalda azul. Ella le dejó hacer, mostrando  esa sonrisa que aún ahora, pasado el tiempo, le hace estremecer. 

Él sonríe nuevamente, a pesar del calcinante sol, disfrutando cada uno de los recuerdos que acuden a su memoria, gozándolos, saboreándolos con avidez,  como si fuesen chocolates robados.


sábado, 7 de junio de 2014

Esto está mal...




Cierro los ojos con fuerza, intentando dormir, pero no pasa mucho tiempo para que me de por vencido: sigo pensando en ella.

No hay manera de negarlo. Y menos aún después de lo que sucedió.

Volví a besarla. Después de tanto tiempo, volví a tenerla entre mis brazos. Sentí el temblor de su cuerpo contra mi pecho y -lamentablemente- escuché las tres palabras que mi parte consciente insiste en ignorar.

-Esto está mal...


Me resistí a dejarla, a aflojar el abrazo, a soltar sus manos; pero finalmente dio media vuelta y se retiró.


Eso fue apenas la semana pasada. Y al igual que en las otras despedidas, pensé que era la definitiva, que la cordura nos había alcanzado y que ambos nos inclinaríamos por las opciones más saludables. Esas que me sacan de su vida y a mí de la suya.


Pero hoy...


-Hola... ¿Cómo estás? -suena del otro lado de la línea, arrastrando las palabras, como hace la gente cuando duda.
-Hola. Bien. ¿Y tú? -respondo yo en automático, sin salir de mi sorpresa.
-También. Estoy cerca de tu casa.


Ella nunca está cerca de mi casa: nuestros encuentros son tan desbordantes que hace tiempo ya habíamos decidido alejarnos uno del otro. Lo hemos hecho tantas veces que hasta hemos bromeado con eso. Incluso me he puesto a pensar que tal vez esa misma distancia (o nuestra insistencia en establecerla) es la que eleva los ánimos y las pasiones y nos ha llevado a cometer locura, tras locura...

-¿Qué tan cerca? Yo estoy por llegar a casa también, salí un momento para...


Me interrumpo de súbito, pues la descubro dando vuelta en la esquina. Me clava los ojos color café claro, los ojos felinos. Su mirada me hace estremecer. Ambos terminamos la llamada en los celulares y nos saludamos con un beso en la mejilla. 

-¿Gustas pasar? -Le pregunto con la voz entrecortada, esperando que diga que sí. Y lo hace...
-Claro.


Se detiene un momento en la salita, analizando la nueva decoración. Luego desvía su atención hacia el piano vertical que me envío el abuelo antes de morir. Se sienta en el banco, levanta la tapa y desliza con sensualidad su dedo medio por las teclas. 

-Tienes buen gusto -dice al fin e inmediatamente agrega -¿Sabes tocar?-

Le respondo que no. Que nunca aprendí. Me dice que es una suerte, porque no quiere que toque el piano. En mi mente trato de organizar una frase ingeniosa como claro, prefieres que te toque a ti, pero no me da tiempo para eso. 

Se cuelga de mi cuello. Me besa con la misma pasión de siempre. Temblamos en una frecuencia armónica. Se quita la blusa y antes de yo pueda decir palabra, coloca su índice sobre mis labios indicándome que calle.

-Esto está mal...


No me escucha. Y si lo hace, me ignora. Yo la beso con la misma pasión de siempre y con la misma paranoia; con los latidos del corazón a tope resonando en mis oídos y acallando deliberadamente la voz de mi conciencia que coincide con ella y conmigo. Una voz hueca, lejana, inútil. Una voz que jamás podrá persuadirnos de abandonar este juego al que, sin duda, ya nos hemos vuelto adictos... 


Esto está mal.


Lo saben ellos. Y también nosotros.

jueves, 17 de abril de 2014

Coleccionista



No es mi costumbre ser puntual, por lo tanto, me sorprende ser el primero que llega al bar. Hace algún tiempo que no veo a mis amigos y es por eso que tengo plena confianza en que no tardarán. Aun así, decido llamarles para confirmar el lugar. Los dos responden.

Hace un par de años que terminamos la universidad y nos reuniremos para actualizar las novedades en nuestras vidas. Manuel llega tres minutos después que yo, pero Carlos no aparece. Cuando le marqué al celular, me dijo que estaba a una cuadra del bar y que venía con una amiga.

Se lo comento a Manuel y sonreímos al mismo tiempo. Hacemos apuestas al respecto:
 
-Seguramente, la estará besando y por eso la demora. Típico en él -concluyo.

Me dedico a observar el lugar mientras esperamos. Es un espacio más bien pequeño, una combinación de elementos que me hace ubicar el bar en la categoría de lo postmoderno. Las pantallas planas colocadas en la pared proyectan algunos éxitos musicales de los noventa, lo cual me hace sentir muy cómodo, pero el mobiliario no. Estamos sentados sobre unas sillas metálicas (sillas de jardín) pintadas de blanco, las mesas son cuadradas, pulidas y cromadas En otra sección, que sobresale  15 centímetros del nivel en el que estamos nosotros hay luces de neón en el piso y los asientos son taburetes de tres colores distintos: rojo, blanco y chocolate. La barra tiene un diseño moderno, con una fuente en la parte posterior y una lámpara en rojo intenso que, contra los pronósticos, armoniza con todo lo anterior. Las paredes del lugar son de cantera rosa, desnuda, sin acabados y un arco cruza la estructura y la divide en dos. Hay además un mesanín desde el que se domina todo el panorama. 

Nuestra mesa no puede estar peor ubicada, ya que se encuentra en el camino a los baños, pero era la única libre cuando entramos.

Al fin llega Carlos. Nos presenta a la chica en turno: Lluvia. 

Se besan con descaro, como si Manuel y yo no estuviéramos ahí. Todos pedimos cerveza, excepto Lluvia. A ella le apetece un Whisky. Hablamos de las trivialidades de rigor: el trabajo, el sueldo, el tiempo libre. A Carlos siempre le gustó escribir, Manuel es un fanático de la tecnología y mis pasatiempos siembre han sido el cine y los deportes. La curiosidad me vence y lanzo la pregunta de la manera más ambigua e impersonal en que la puedo articular:

-¿Y ustedes, qué onda?
-¿A qué te refieres? -responde Carlos.
-¿Qué hay entre ustedes? ¿Son novios? ¿Dónde se conocieron? -Agrega Manuel.

Siempre he admirado la capacidad de Carlos para salirse por la tangente, por evadir cualquier comentario que lo pueda comprometer. Con la serenidad de un dandi, le cede en un gesto la iniciativa a ella, invitándola a contestar. Sin embargo, por la expresión de su rostro, puedo adivinar que no esperaba esa respuesta.

-Yo he andado con todo tipo de hombres: músicos, rockeros, pintores, bailarines... Solo me faltaba un escritor en mi colección. 


Los tres hombres que estamos en la mesa quedamos un momento en silencio pero es Carlos el encargado de romperlo con un recurso gastado, pero siempre efectivo.


-¿Bailamos? -Le pregunta a la chica, quien accede de muy buen talante, con una enorme sonrisa dibujada en el rostro.

Al verlos girar sobre la pista, no puedo evitar preguntarme ¿Quién está coleccionando a quién?




viernes, 14 de febrero de 2014

En línea




Hace rato que el sol se ha puesto en el horizonte y son las luces artificiales las que iluminan la ciudad. Aún se puede escuchar el agitado ritmo de la vida citadina que corre, que huye, que busca llegar a un lugar que nunca encuentra. Es la última hora pico de la jornada.

Coloca la llave en la cerradura y con un giro de la muñeca activa el mecanismo. Entra en la salita y su brazo se extiende automáticamente para encender la luz de un departamento que su cuerpo conoce de memoria.

Después de merendar se desata los cordones de los zapatos y se quita éstos últimos sin usar las manos, solo empujándolos con los talones. Se tira en la cama y comienza el ritual.

Toma el dispositivo con la mano izquierda y con el índice de la derecha marca sobre el aparato el patrón de desbloqueo el cual -convenientemente-, es la inicial del nombre de ella.

La ansiedad provoca que su desplazamiento entre las pantallas sea torpe, pero finalmente encuentra el icono que le provoca esa sensación -tan irreal como imperativa- de cercanía. Él mismo asume que se le ha convertido en adicción.

Sus latidos se aceleran y contiene la respiración por un momento, de manera casi imperceptible.

La incertidumbre lo ha vuelto irritable, antisocial. El único sentimiento placentero que conoce últimamente, lo puede obtener de vez en cuando, al observar el dispositivo que ahora sostiene entre sus manos.

Él es consciente, desde su último encuentro, que llamarle es una pésima idea; pero no puede evitar extrañarle, desearle, fantasear con ella, recordarle suya, abrazar su desnudez con la imaginación como si regresara el tiempo hasta aquellos días en el pequeño departamento donde apenas había espacio suficiente para el refrigerador, la cama, el sillón, las dos sillas y la mesa; únicos testigos de sus frecuentes escapatorias.

Con el pulgar sobre el botón verde, a punto de marcar,  recuerda su situación y decide salir de la lista de contactos, para evitar hacer eso que desea en forma tan vehemente. Se siente tenso, desesperado...


No hay mucho que pueda hacer. Salvo espiarla sin que ella lo sepa, sin que ella lo sienta; todo a través del dispositivo electrónico. Todavía espera unos cuantos minutos más, que le parecen horas.

Al fin, justo debajo del nombre ficticio que ha inventado para ella -costumbre paranoide que no ha podido desarraigar-, aparece esa leyenda que tanto espera:

  • On line


Ahora sabe -al menos- que en algún lugar del mundo ella aún existe. Alberga la esperanza de que tal vez el emoticón de la carita sonriente que ella tiene como estado, vaya con dedicatoria para él. Gira el cuello hacia su derecha para ver el reloj de una vieja videocasetera que ya solo sirve para eso. Son las 10:24 de la noche de un diez de febrero.

Se desliza sobre el colchón hasta que su cabeza encuentra la almohada, inhala profundamente y cierra los ojos mientras sonríe: ahora podrá dormir tranquilo.

domingo, 5 de enero de 2014

Cansado de besar princesas



Erase una vez, hace muchos, muchos años, en un lugar muy lejano (probablemente en Estados Unidos, tierra del californiano Walt Disney, responsable de que las mujeres de mi generación -y de varias más- crecieran con una idea absolutamente distorsionada acerca de los conceptos de felicidad y amor, principalmente), un bosque encantado.

Pensándolo bien, un bosque encantado encaja de mejor manera en las tradiciones nórdicas e incluso en el folclor oriental, lo cual me obliga a olvidarme de la clase de geografía del mundo y recomenzar la historia:

Erase una vez, hace mucho tiempo, en un lugar muy lejano (cuya ubicación real se desconoce), un bosque misterioso del cual se contaban muchas historias fantásticas. Al norte del bosque se encontraba un impresionante castillo amurallado y rodeado de un foso que un día estuvo lleno de agua. En el castillo vivía un rey, con su única hija. La reina se había largado años atrás con un joven caballero que montaba un brioso corcel, del modelo más reciente (se cuenta que la reina no pudo soportar el seguir usando el mismo modelo de caballo por dos años seguidos, porque sería duramente criticada por las otras reinas, durante sus reuniones en el club. Otras versiones aseguran que el rey comenzaba a mostrar tendencias hidrocanoicas y su mujer no estaba dispuesta a soportar los chismes publicados en El juglar sentimental,  panfleto más leído del reino).

En este hogar (castillo), sin la figura dominante y a merced de la sobreprotección del Rey, creció la princesa Cristal, que a diferencia de su nombre no era frágil ni transparente, sino dura y berrinchuda, como la mayoría de las mujeres (perdón, princesas).

No es difícil imaginar el carácter de una chica a la cual se le cumple cualquier capricho para tratar de compensar el abandono de su madre. Fue consentida más allá de los límites imaginables y por supuesto, cuidada en extremo para evitar que se hiciera ningún daño: le ocultaron todo tipo de herramientas (incluidas las ruecas, debido a una extraña fijación del padre), las tijeras, los tenedores (que eran un elemento de moda por aquellos días), los martillos, las escobas... Así que creció siendo una inútil que no sabía como usar ningún utensilio. Aunque eso no le preocupaba.

¿Por qué habría de preocuparse si lo tenía todo a la mano y al alcance de un grito de princesa consentida?
Tenía el poder, el oro para pagar a los mejores elfos cirujanos plásticos, a los más hábiles enanos joyeros y a las mejores hadas estilistas: el mundo era suyo.

Pero sucedió que un mal día llegó otro joven y galante caballero que cautivó con su hermosura (y con su brioso corcel) al Rey, cuyo problema hidrocanoico terminó por manifestarse abiertamente y cubierto solo con su manto de púrpura y armiño (cual Lady Godiva cruzando el pueblo de Coventry), huyó en ancas con aquél hermoso príncipe, perdiéndose ambos en el horizonte, al filo del anochecer.

La princesa que no tenía idea de como administrar un castillo o utilizar algún instrumento pronto quedó en bancarrota y se quedó solo con el castillo (propiedad que también perdió al cometer la estupidez de firmar como aval para una ninfa de dudosa reputación).

Así pues, no solo huérfana, sino desprotegida y sin un centavo tuvo que marcharse del lugar para tratar de buscar donde vivir. Sin embargo, el único camino que podía tomar cruzaba precisamente aquél bosque misterioso. Una de las hadas estilistas todavía le quiso hacer un favor:

-¡Ay, manis! Me da tanta pena tu caso... Tú que eras tan uff, tan nais, tan delajáis, mira que terminar así... Toma: te regalo esto.
-¿Qué es? -preguntó  la princesa.
-Es una brújula, estúpida... Ay perdón, se me olvida que no conoces nada de nada. Esta es una brújula mágica que te permitirá encontrar lo mejor para ti, solo tienes que pedirlo con mucha fe y voilá, aparecerá frente a tus narices.

La princesa se alejó pensando que eso de creer en la magia era una tontería. Y se internó en el bosque...


Después de caminar un rato, se sintió totalmente maltrecha y dolorida. Tenía hinchados los tobillos (solo a alguien como ella se le podía ocurrir emprender el camino a campo traviesa calzando tacones del 16). Llegó a la orilla de un arroyo, se sentó sobre la grama y recargó los brazos en una piedra grande y lisa y comenzó a llorar con ese llanto agudo y entrecortado que tienen las princesas.

Lo único que había podido conservar de todas sus pertenencias era una bolsa de Gucci (obviamente finísima) en la que metió torpemente las manos para buscar un pañuelo con el cual poder limpiarse los mocos. Sus dedos encontraron la brújula que le dio aquella hada de apariencia andrógina y la sostuvo entre sus manos.

-¿Qué es lo mejor para mí? -Se preguntó.
-¡Hola!

Del susto la princesa saltó hacia atrás, con tan  mala suerte que resbaló con un guijarro y cayó golpeándose muy fuerte en las nalgas. Concluyó que, definitivamente, esa caída no era lo mejor para ella y comenzó a maldecir.

-Hola -volvió a decir el sapo.

Era un sapo feo, como todos los sapos, de una tonalidad gris verdosa, con ojos pequeños y una boca muy grande. Aún así, tenía una voz extraordinariamente agradable y varonil. Medía casi 20 centímetros de cabo a rabo. También era un sapo muy educado y elocuente.

-Parece que estás en problemas.
-¿Problemas? ¡Claro que estoy en problemas! dijo la princesa apenas repuesta de la sorpresa (no se asustó, ni le pareció extraño encontrar un sapo parlante, pues vivía en un cuento de hadas). 

Y le contó su historia.


Cuando hubo terminado, el sapo quedó pensativo por unos segundos y después comentó:

-Tienes suerte de haberme encontrado. Te puedo ayudar, pero para eso debes dejar que te de un beso.
-¡Guácala! -dijo la princesa- ¡Pero si eres un sapo baboso!
-Te dejo entonces seguir tu camino -sentenció el sapo gravemente.
-Está bien, lo haré -chilló ella.


Para su sorpresa el sapo era un excelente besador, lo cual hizo pensar a la princesa que ella no era la primera. Lo cierto es que una lengua de semejantes dimensiones (23 centímetros de puro músculo lingual) había posibilitado que el sapo lograra un extraordinario perfeccionamiento en la técnica del beso francés, que rayaba en lo artístico.

Una intensa luminosidad los envolvió a ambos y al diluirse, apareció ante ella un hombre que no era rubio, ni alto, ni usaba espada al cinto, ni montaba un brioso corcel.


-¿Eres un príncipe? -preguntó la princesa Cristal con la emoción brillando en sus ojos.
-No, soy un trabajador -dijo el tipo.
-Ash -dijo ella, francamente decepcionada.


El hombre trabajador fingió no escuchar aquella expresión y la guió a su casa, la cual era tan común como él. 

-Aquí podrás quedarte -le dijo mirándole a los ojos- pero debes ganarte ese derecho, así que tendrás que ayudarme a limpiar, a ordenar, a lavar y a poner en orden la casa.


Mientras ella fregaba el piso y el hombre común lavaba los platos volvió a preguntarse ¿Cómo es posible que esto sea lo mejor para mí?

Al terminar y después de tanto fregar (actividad que se le dio de manera prácticamente natural: fregó todo el día), la princesa Cristal se sentía exhausta. Quería descansar y se dio cuenta que en aquella vivienda solo había una cama.

-¿Y tú dónde vas a dormir? - le preguntó al hombre.
-Es mi cama. Yo te permito dormir conmigo en lugar de hacerlo en el bosque misterioso.

La princesa soltó un pequeño gruñido, pues no tenía más remedio que aceptar. El hombre se acostó del lado izquierdo de la cama, cediendo una mitad para su invitada. 

A la luz de la luna la princesa Cristal comenzó el ritual que toda princesa que se precie de serlo realiza antes de dormir. Y frente a los atónitos ojos del hombre que le observaba desde un almohadón de plumas de ganso, sucedió lo inimaginable.

Primero, se quitó las extensiones de cabello que colocó con cuidado en la mesita de noche. Después, frente al espejo, arrancó las dos tiras que sostenían las pestañas postizas y quitó los pupilentes de color. Luego se quitó la faja, el trasero postizo, los dientes falsos y terminó limpiando la pintura que le cubría el rostro, el cuello y parte del pecho. Al final solo quedó una figura humanoide, al parecer hecha de cartón (de ese color y textura), pues debajo de todo lo demás, solo eso había.


El otrora sapo no podía dar crédito a lo que veían sus ojos y salió  a mojarse el rostro con el agua de la garrafa.   

-Qué asco -dijo para sí- y pensar que yo me atreví a besar esa cosa...