lunes, 1 de febrero de 2016

El trovador





El trovador sube al escenario y acomoda la silla y el pedestal del micrófono auxiliándose de unas marcas que el mismo ha colocado en el piso con masking tape al comienzo de su anterior presentación.  Lleva un saco de pana en color vino sobre una camiseta gris. Se esfuerza, con todo el ímpetu de sus treinta bajos, por ocultar la calvicie prematura debajo de una boina que combina con la camiseta y los jeans.  Hace los últimos ajustes y gira la clavija de la cuerda de Si,  hasta que la considera perfectamente afinada.

Toca una sucesión de acordes en la escala de Sol y pronto el ambiente se carga de melancolía; todo el recinto se cubre de un halo triste, casi azul.

Termina la  ronda y recibe los aplausos correspondientes de un público adepto a esas sensaciones. Enciende un cigarro y acepta de buen talante la cerveza de cortesía que le envían desde la barra. Mete la mano en el bolsillo interior del saco, extrae el celular tomándolo entre el índice y el cordial  y consulta el reloj en el aparato: pronto será la una de la mañana.

Como la mayoría de los músicos, es un conquistador y tiene la necesidad de afianzar su auto concepto. Sonríe recordando su obsesión más reciente y decide mandarle un mensaje a pesar de la hora. Apaga el cigarro en un cenicero de cristal, abre la aplicación y escribe:

Sueños color de rosa, viajando sobre níveas nubes de algodón. Estrellas luminosas cantando melodías que te endulcen el oído, hasta que aparezca el sol.

Buenas noches, mi linda princesa...

...


Lejos de ahí, un teléfono celular, deliberadamente dejado en silencio, vibra con la notificación.  Pasa algún tiempo antes de que una mano femenina lo tome,  unos ojos oscuros lean el mensaje que aparece en la pantalla y una boca de labios carnosos sonría divertida.

Se estira bajo las sábanas con movimientos felinos y acerca -una vez más- los senos desnudos al cuerpo de aquél hombre que la enloquece.


-Mira lo que me escribió -le dice mientras le muestra la pantalla.


El hombre lee y suelta una sonora carcajada que la contagia. Después hay un momento de silencio en el que se miran con la intensidad a la que están acostumbrados. Se besan otra vez. Vuelven a los abrazos que involucran cada centímetro de los cuerpos. Se pierden en la piel del otro. Sudan el sudor del otro. Su sexo es alucinante, prohibido, psicodélico: sexo de saliva, de uñas y de dientes; un sexo salvaje, que escandalizaría al común de las gentes.

Ruedan por la cama, el sofá y la alfombra. En las paredes resuenan gemidos y sonidos primitivos, animalescos. Regresan a las sábanas y se dejan caer exhaustos y jadeantes. Ella cierra los ojos, se recuesta sobre el pecho de él y escucha los latidos del poderoso corazón de su hombre. Él, mirando fijamente el cielo raso, piensa en el mensaje que le ha sido mostrado un par de horas antes y se recuerda a sí mismo en un tiempo casi olvidado, cuando él solía ser el idiota al otro lado de la pantalla...