domingo, 29 de junio de 2014

Evocación



Camina sin prisa, sintiendo el asfalto quemante bajo la suela de los zapatos. El pantalón negro absorbiendo los rayos del sol de las dos de la tarde. Traga saliva y mientras se protege los ojos con la mano izquierda, desea estar bebiendo una cerveza, sentado en la terraza de cualquier bar.

A su memoria llega, como una ráfaga, el recuerdo de ella.

Pero no piensa en sus ojos color avellana, ni en aquellos labios en forma de corazón; sino en lo más excitante de su anatomía femenina: las blancas piernas.

Recuerda la tarde -tan calurosa como ésta- y cómo le vio descender del coche color plata: llevaba una minifalda de mezclilla que dejaba al descubierto las torneadas extremidades rematadas en zapatos altos de charol rojo que hacían juego con sus labios. Extraordinariamente difícil contemplar esas pantorrillas con la boca cerrada. 

Recuerda también la reconfortante sensación del aire acondicionado al entrar en la sala de cine y cómo -deliberadamente- le cedió lugar a su derecha, para contemplarle por la espalda.

Tiene presente cada detalle: la penumbra de la sala, los asientos elegidos, los desnudos gratuitos de la película de Milcho Manchesvki en la pantalla, el fugaz atisbo a la blusa abierta hasta el tercer botón y el cómo se acercó al cuello de la chica para hacerle sentir su aliento y murmurar en su oído  me gustas. El recorrido intencionado del dorso de su mano sobre aquel hombro y aquel brazo desnudos; consciente de la reacción que provocaría.

Sonreía, lo recuerda bien. Maliciosamente, si se quiere. Recuerda cómo su mano siguió camino hacia los muslos, bajo la minifalda azul. Ella le dejó hacer, mostrando  esa sonrisa que aún ahora, pasado el tiempo, le hace estremecer. 

Él sonríe nuevamente, a pesar del calcinante sol, disfrutando cada uno de los recuerdos que acuden a su memoria, gozándolos, saboreándolos con avidez,  como si fuesen chocolates robados.


sábado, 7 de junio de 2014

Esto está mal...




Cierro los ojos con fuerza, intentando dormir, pero no pasa mucho tiempo para que me de por vencido: sigo pensando en ella.

No hay manera de negarlo. Y menos aún después de lo que sucedió.

Volví a besarla. Después de tanto tiempo, volví a tenerla entre mis brazos. Sentí el temblor de su cuerpo contra mi pecho y -lamentablemente- escuché las tres palabras que mi parte consciente insiste en ignorar.

-Esto está mal...


Me resistí a dejarla, a aflojar el abrazo, a soltar sus manos; pero finalmente dio media vuelta y se retiró.


Eso fue apenas la semana pasada. Y al igual que en las otras despedidas, pensé que era la definitiva, que la cordura nos había alcanzado y que ambos nos inclinaríamos por las opciones más saludables. Esas que me sacan de su vida y a mí de la suya.


Pero hoy...


-Hola... ¿Cómo estás? -suena del otro lado de la línea, arrastrando las palabras, como hace la gente cuando duda.
-Hola. Bien. ¿Y tú? -respondo yo en automático, sin salir de mi sorpresa.
-También. Estoy cerca de tu casa.


Ella nunca está cerca de mi casa: nuestros encuentros son tan desbordantes que hace tiempo ya habíamos decidido alejarnos uno del otro. Lo hemos hecho tantas veces que hasta hemos bromeado con eso. Incluso me he puesto a pensar que tal vez esa misma distancia (o nuestra insistencia en establecerla) es la que eleva los ánimos y las pasiones y nos ha llevado a cometer locura, tras locura...

-¿Qué tan cerca? Yo estoy por llegar a casa también, salí un momento para...


Me interrumpo de súbito, pues la descubro dando vuelta en la esquina. Me clava los ojos color café claro, los ojos felinos. Su mirada me hace estremecer. Ambos terminamos la llamada en los celulares y nos saludamos con un beso en la mejilla. 

-¿Gustas pasar? -Le pregunto con la voz entrecortada, esperando que diga que sí. Y lo hace...
-Claro.


Se detiene un momento en la salita, analizando la nueva decoración. Luego desvía su atención hacia el piano vertical que me envío el abuelo antes de morir. Se sienta en el banco, levanta la tapa y desliza con sensualidad su dedo medio por las teclas. 

-Tienes buen gusto -dice al fin e inmediatamente agrega -¿Sabes tocar?-

Le respondo que no. Que nunca aprendí. Me dice que es una suerte, porque no quiere que toque el piano. En mi mente trato de organizar una frase ingeniosa como claro, prefieres que te toque a ti, pero no me da tiempo para eso. 

Se cuelga de mi cuello. Me besa con la misma pasión de siempre. Temblamos en una frecuencia armónica. Se quita la blusa y antes de yo pueda decir palabra, coloca su índice sobre mis labios indicándome que calle.

-Esto está mal...


No me escucha. Y si lo hace, me ignora. Yo la beso con la misma pasión de siempre y con la misma paranoia; con los latidos del corazón a tope resonando en mis oídos y acallando deliberadamente la voz de mi conciencia que coincide con ella y conmigo. Una voz hueca, lejana, inútil. Una voz que jamás podrá persuadirnos de abandonar este juego al que, sin duda, ya nos hemos vuelto adictos... 


Esto está mal.


Lo saben ellos. Y también nosotros.