sábado, 14 de enero de 2017

Armando Palomas




I

Supe de la música de Armando Palomas cuando recién despuntaba el siglo XXI. Se había desvanecido ya la histeria  del Y2K y el consabido fin del mundo; vivíamos los albores del nuevo siglo entre una mezcla de incertidumbre, desasosiego y esperanza.

Mi padre había muerto y yo estuve a nada de que me corrieran de la ingeniería por una materia que debía. Afortunadamente, todo quedó en una baja temporal, mientras me regularizaba. Así que tuve que buscar una manera de ganar dinero, pues mis hermanos tenían que seguir comiendo.

En ese tiempo comencé a trabajar  en el otrora famoso, pero para entonces ya en pleno declive Salón Chapa Internacional. El equipo era compacto: El Capitán, Fernando, Balta, Othón, Beto, a veces El mameiker y la mano derecha del capi, Edgar, apodado El Greñas.

Me aceptaron como lavaplatos, luego trabajé en la barra, que no era más que tener listo el servicio de hielos y refresco cuando los meseros titulares lo requerían. Además, apoyar en cualquier cosa que hiciera falta, como trapear el refresco que tirara algún idiota invitado pasado de copas. Chalán de mesero, por así decirlo. Luego fui aprendiendo el oficio.

Antes de la jornada y al terminar la misma, nos concentrábamos en el asqueroso cuartucho  que hacía las veces de vestidor. Ahí nos cambiábamos, nos poníamos la camisa blanca de almidonado cuello de pajarita, la faja lustrosa y la maldita corbata de moño. En ese lugar dejábamos las mochilas con nuestro cambio de ropa y  era ahí también donde se nos pagaba. A ese lugar, cubierto de una polvosa alfombra azul llena de manchas de grasa, circundada por sillas destartaladas reparadas hasta el hartazgo, le decíamos La Perrera.

En muchas ocasiones, El Capitán me pidió que llevara la guitarra y nos amanecíamos cantando y bebiendo en La Perrera. El alcohol nunca faltaba, ya fuera un obsequio de la gente de la fiesta (sobras, muchas veces), o la reserva que se guardaba en un destartalado mueble de MDF, que parecía rescatado de la basura y amenazaba con derrumbarse en cualquier momento. En ese mueble también había una vieja grabadora negra, manchada de pintura marrón, a la cual le faltaba la puerta de uno de los reproductores de cassettes y dos botones.

El Greñas era el más locochón de todos y el más aventurero. Le gustaban los excesos, las borracheras que terminan con lagunas mentales. Solía irse cada año al Festival Cervantino y pasarse una semana alcoholizado. Al terminar la mesereada del sábado, nos contaba sus hazañas.

Fue después de una de esas borracheras épicas en el Cervas, cuando llegó con un cassette en la mano, con la emoción desbordada y abriendo mucho los ojos, para decirme:

Güey, tienes que sacar estas rolas. Están bien chingonas. 

Eran canciones de Armando Palomas. Ahora que tengo varios de esos materiales en mi colección personal, puedo decir que esa producción era la que corresponde al título Tequila Coyoacán.

Esa noche escuchamos la grabación, el preciado tesoro con que se había hecho El Greñas, en nuestro acostumbrado after de meseros. Las rolas de ese cassette, se convirtieron en parte de nuestra rutina, de nuestra cultura general, de nuestras bromas repetitivas e incluso, en la música de fondo que se escuchaba en mi habitación mientras la aseaba, lo cual me ocasionó varios regaños de parte de mi madre, por estar escuchando groserías.

Un día murió El Greñas. Una sobredosis, quizá. Nunca lo supe o nunca lo quise saber. Fue un asunto muy triste. Lo despedimos su familia, sus compañeros meseros y sus compañeros de la maestría en Biología que seguían haciendo bromas acerca del peyote. El tipo aún alcanzó a darse el gusto de pedir que en su funeral se tocara la música del Palomas. Y así se hizo.


II

Hace ya muchos años de eso. Después me hice aficionado de hueso colorado a esas canciones.

Esperaba expectante que el dichoso Palomas amagara con presentarse en el también extinto León de Mecenas, Peña-Bar muy conocida en mi ciudad. Yo era de los primeros en comprar los boletos. Me impresionaba cómo una sola persona, con nada más que su guitarra, podía prender a un público que parecía tan variado y lo iba llevando en un viaje por distintos ritmos e historias, sobre una montaña rusa de emociones, usando como vehículo composiciones que muchos de los ahí presentes apenas escuchábamos por primera vez.  

Después, dejó de presentarse y coincidió que el León también cerró sus puertas. Uno de mis cuates salió totalmente decepcionado del último concierto en el que coincidimos en ese lugar. 

Me dijo:

―No, güey, ese cabrón  ya tocó fondo. Casi se saca el chilaquil ahí enfrente de toda la gente, valiéndole verga que en el público hubieran el chingo de morras y de ñoras... No vuelvo a venir, qué pinche falta de respeto.

Eso yo no lo vi. Supongo que fue antes de que el Palomas llegara dando tumbos al baño del bar, de donde yo iba saliendo, para alvianarse y, después de la grapa, poder regresar al escenario ya más tranquilo.

Años después, anunciaron que volvería a presentarse en la ciudad, en un lugar de la periferia del cual no recuerdo ni el nombre. No era la gente que usualmente lo traía, pero estábamos ávidos de sus letras provocativas, de su desparpajo en el escenario. Varios incautos estuvimos esperándolo ahí algunas horas. Nunca llegó. 


III

Hace una semana recibí el siguiente mensaje privado en el féisbuc

Hola, ¿te gusta cantar? Comunícate a éste número. Creo que podría interesarte.

La chica que lo escribió, no estaba en el listado de mis contactos. Hice clic con el ratón de la computadora, para ver su perfil.  La foto mostraba a una hermosa mujer, treinta y pocos años,  posando de perfil, usando minifalda con estampado floral y presumiendo unas maravillosas piernas. Hice lo que cualquier hombre en mi situación haría: la acepté de inmediato, sin pensarlo siquiera. 

Con cierto recelo le pregunté cómo sabía que a mí me gustaba cantar (hace algún tiempo había muchos problemas en el estado y uno de los temores generalizados, eran los secuestros). Me contó que un amigo en común se lo había dicho. Ya más tranquilo, le marqué al número que me había dejado, pensando que me invitaría a alguna audición para ser vocalista de una bandita local, lo cual ya me estaba emocionando.

La propuesta que tenía para mí, me dejo perplejo:

Entiendo que te gusta la música de Armando Palomas. Te comento que estamos organizando el evento en el que se va a presentar ahí, en tu ciudad. Así que te pregunto: ¿te gustaría abrir el concierto?, ¿Te gustaría ser  telonero en el próximo concierto de Armando Palomas?

Mi respuesta fue un rotundo sí. ¿Cómo iba a desperdiciar esa oportunidad? No se trataba solo de asistir a un concierto de él una vez más, sino a (casi) compartir el escenario con alguien cuyas rolas habían marcado mi vida en los años más recientes. Yo quedé fascinado con la idea. 

Como dije, eso fue hace una semana. Todo fue tan repentino que no sabía qué rolas pudiese presentar. Mi mayor problema es que cuando estoy echando desmadre con mis amigos, toco canciones del Palomas. Pero en su concierto, no haría eso. Me parecería una falta de respeto para el artista. Así que, me encontré con la terrible situación de no saber qué tocar y con muy poco tiempo para preparar algo decente. Afortunadamente existe el internet y lo pude solucionar con tutoriales del YouTube.


IV

Ahora estoy llegando al lugar del evento. Me tiemblan las manos y las piernas. Veo un montón de Choppers y rockeros vestidos de negro. El tipo de seguridad no me quiere dejar entrar. Le señalo la guitarra y le digo que voy a tocar. Llama a alguien por la radio. La voz metálica en el aparato dice algo ininteligible y el gorila me hace el ademán de que puedo pasar. Ya dentro encuentro varias caras conocidas, rostros que vi en los conciertos de hace años. Otros son gente que trabaja o trabajaba cerca de donde yo lo hice por algún tiempo. Varios de ellos no tenían idea de que tocaba la guitarra.  Creo verlos aquí me pone más nervioso todavía. 

La gente comienza a silbar. El evento aún no empieza y ya hay unos tipos ahogados de borrachos en uno de los reservados.  Me piden que esté preparado. Al parecer, debo comenzar a tocar en veinte minutos. Subo las escaleras hacia el escenario improvisado en un tapanco, el miedo desaparece y el hormigueo en las yemas de los dedos, también. Me doy cuenta que soy un pinche afortunado. 

Por lo que yo sé, todo se reduce a dos posibilidades muy concretas: ésto puede ser un absoluto desastre o puede, incluso, salir bien.  Y aun si fuera un total desastre, ¿cuántos podrían jactarse de decir yo abrí un concierto de Armando Palomas?

Así que saco la guitarra del estuche y conecto el cable. El tipo del sonido me confirma que sí se escucha y desde abajo alguien, desesperadamente, me hace señas con la mano.

Ya ―me dice―, comienza ya.

Estoy hecho un lío con las carpeta de las canciones que preparé (no me las sé de memoria, necesito el respaldo de la hoja impresa) y el Iván (guitarrista del Palomas) se compadece. Coloca un atril cerca de mí. Yo, aún en la pendeja le pregunto si lo puedo usar. 

―Para eso lo puse ―me dice― y sonríe con toda la dentadura. Me pregunto si se ríe conmigo o de mí.

Y entonces, frente a un montón de desconocidos, un par de rostros familiares, los borrachos de la mesa de enfrente, las chicas guapas que están de pie cerca de la barra, y todos aquellos que como yo, ya deseábamos que el Palomas volviera a esta ciudad, hago sonar los primeros acordes de una canción que, contra mis propios pronósticos, la mayoría canta, junto conmigo.


V

Pienso. Sonrío. Pienso una vez más. La guitarra, a menudo, me provee de este tipo de maravillosas oportunidades. Estoy bebiendo mi tercera cerveza de cortesía.

Aquél que toca la guitarra, tiene asegurada una copa. Siempre. 

Hace rato, un par de adolescentes me pidieron tomarse una foto conmigo. Doy un buen sorbo y sigo cantando, al igual que los tipos a mi alrededor, las rolas del Palomas a voz en cuello.

Sigo pensando: ¿cuántos hubieran pagado por la oportunidad que a mí se me dio? Creo que aún estoy extasiado. Acaricio la guitarra dentro de su estuche de tela, sonriendo. Recuerdo. Recuerdo noches maravillosas. Ahora escribo en una servilleta la guitarra abre la puerta de oportunidades sorprendentes: la música del Palomas me consigue mujeres y sexo.


Alguien arrastra una silla y se sienta a mi lado. No le presto mucha atención y sigo gritando las letras del Palomas. Ojalá que llueva sangre. La persona que colocó la silla junto a mí aprovecha una pausa en el programa y me dice al oído Me encanta lo que hiciste, cantas muy bien...

Es hasta entonces que reparo en ella, en el escote de su blusa negra, en los cabellos color zanahoria, en la minifalda de mezclilla, en las zapatillas de tacón. Tendrá unos cuarenta y cinco años. Trae un vaso de cerveza en la mano y sonríe mientras me mira. El Palomas comienza Hasta el fondo del zaguán y ella vuelve la vista al escenario y  canta a la par que él, sin equivocarse en ningún momento. En la parte instrumental de la rola, se apoya en mi pierna izquierda mientras se acerca para escupirme cerca del oído un delicioso Me gustas.

Huele a cerveza. Sostengo su mentón antes de que aleje su cara de la mía y la beso, pretendiendo, ingenuamente, que la sorprendo. Nos besamos muchas canciones más y los besos suben de intensidad. Déjame besar tus ojos. Aprovechando la penumbra y que todos miran hacia el escenario, mis manos han viajado desde su espalda a su entrepierna, haciendo escala en sus tetas flácidas y las estrías de su abdomen, donde he creído leer, como si fuera Braille, el nombre de alguno de sus hijos. 

―Cógeme... dice de pronto, entre los besos.

Yo abro los ojos, para encontrarme con los suyos, excitados, suplicantes, vidriosos, extraviados, tan ebrios como los míos. Se erizan los vellos en mis antebrazos. Fingiendo que no la he escuchado, le pregunto qué fue lo que dijo.

―Que me cojas. Quiero sentirte. Llévame a tu casa. Quiero que me penetres con las rolas del Palomas como música de fondo. Eso quiero. Quiero que ése sea nuestro soundtrack porno...

La beso una vez más. Después ambos nos levantamos de nuestras sillas respectivas. Me echo el estuche de la guitarra al hombro y paso el otro brazo alrededor de su cintura, rozando sus nalgas intencionalmente. Salimos del lugar y nos llenamos de besos ebrios, pegajosos, de besos insolentes, descarados; besos tibios, de saliva, de lenguas que luchan, se anudan y se liberan;  besos de dientes lacerantes, besos que escandalizan a los que nos han visto, a esas sombras de las que solo distinguimos los ojos y que apenas pueden imaginar lo que arde dentro de nosotros.