viernes, 31 de octubre de 2014

El disfraz



Abro los ojos cuando aún no ha sonado la alarma en el despertador. Una vez concluida la temporada de lluvias, debo confesar que me sorprende esta claridad dominical, así que decido salir al patio a respirar la fría tranquilidad. 

El día está fresco, pero se alcanza a apreciar que ya hay un poco de sol en mi azotea. Subo la escalera y me protejo con la mano derecha de la luminosidad del astro rey.

Me asomo a la calle y me hace sonreír un espectáculo que hace mucho no veía:
La humedad en los techos de distintos materiales -concreto, lámina de cartón, teja-, al ser tocada por el rayo del sol comienza a vaporizar, se eleva unos 15 o 20 centímetros en formas caprichosas y luego desaparece. 

Se oye ladrar un perro a unas cuadras de distancia y el sonido de un camión de carga, más lejano aún.

Tres figuras aparecen al fondo de la calle, de las cuales solo alcanzo a distinguir las siluetas; sin embargo, me doy una idea de la ropa que llevan puesta y adivino a lo que se dedican.

Desde mi puesto vigía en la azotea de mi casa observo cómo avanzan. A cada paso, las puertas se cierran, los pestillos se corren, las madres  aconsejan a sus hijos no hacer ningún ruido... El temor hacia aquellos personajes es manifiesto.

En muy poco tiempo, la calle entera queda en silencio.

Está decidido: para la fiesta de All Hallows Eve del fin de semana, definitivamente mi disfraz será de Testigo de Jehová...

miércoles, 15 de octubre de 2014

Literalidad





-¿A nombre de quién? -Preguntó la mujer detrás del mostrador.


Ella se paró en las puntas de los pies, estirando aquél 1.53 de estatura,  para ver con mayor claridad en la pantalla los lugares marcados con amarillo y gris.  Luego dijo con una seguridad que no se esperaría en una adolescente:


-Míriam Rodríguez.
-Rodríguez ¿qué? -Insistió la vendedora.
-Rodríguez Alcáuter -contestó en tono distraído, mientras jugueteaba con la agujeta de la capucha de su sudadera con la mano izquierda, en un gesto a la vez femenino e infantil.


La mujer que le atendía fijó su mirada en ella, inclinó la cabeza y deslizó hacia abajo los anteojos, sobre su nariz.

Míriam llevaba unos jeans de mezclilla azules que ajustaban perfecto en sus piernas delgadas y firmes; estaban desgarrados  en la rodilla izquierda y un poco gastados a la altura de su cadera, del lado derecho y los había remangado hasta la pantorrilla. Se había calzado unos flats de tela en color verde militar y sobre el tank top blanco llevaba una sudadera deportiva gris de capucha, con el cierre frontal completamente abierto. Su belleza adolescente era pálida y sutil. El cabello ligeramente rojizo enmarcaba una cara encantadora, adornada con tres pequeños lunares color marrón sobre el pómulo derecho: una constelación equilátera  sobre el claro lienzo de su rostro.


-¿Eres hija de Angélica?
-Sí, -dijo Míriam, dudando por un momento- ¿la conoce?
-Estuvimos juntas en la secundaria. Es difícil olvidar un apellido como ése. Me la saludas.


La mujer regresó a su posición y colocó los anteojos en el lugar correcto.


-¿Qué asiento quieres?
-Veintiuno, junto a la ventana. 


Lo mejor de viajar en autobús es ver los paisajes quedando atrás, donde es posible que permanezcan para nunca más aparecer frente a nuestras miradas.


-Andén 14. Que tengas buen viaje.
-Gracias. -dijo ella con una tímida sonrisa.
-Sacaste los ojos de tu madre...


Míriam se agachó para recoger la mochila del piso y al acomodarla sobre su espalda, sintió el frasco de cristal al fondo de la misma. Tuvo mucho cuidado de colocarla de manera que el formol no fuera a derramarse, aunque se había asegurado de cerrar muy bien la tapa. Quería conservarlos por un buen tiempo. Eran un trofeo. Después de todo, representaban su triunfo sobre el pasado y sobre todas las cosas que se juró nunca más volver a permitir. 

Quizá alguien, en algún momento, descubriera lo que había hecho pero para entonces, seguramente ya estaría a salvo en el otro extremo del país.