martes, 24 de julio de 2012

Sirena




-¿Me acompañas?


Dijo la voz, tierna y seductora, como en un susurro. Una voz femenina, cálida y dulce. Son las únicas voces que pueden provocar en mí esa sensación que asciende por la columna vertebral y desciende por los brazos, erizando, durante su eléctrico viaje, los vellos de los mismos. 

Voltee. No había nadie. Me recargué con pereza en el barandal para seguir contemplando ese oscuro horizonte y perderme en mis pensamientos. El viento soplaba y se alcanzaban a ver, lejanas, las luces del muelle.  

Sentí que mis ojos se cerraban. Tenía sueño. Aflojé el nudo de la corbata y tragué saliva. La noche olía a la lluvia que, entre relámpagos, se anunciaba del otro lado de la ciudad. Aspiré hondamente hasta inflar el pecho. Necesitaba enderezar la espalda. Sentía como si hubiese estado cargando un peso enorme y hacer ese movimiento hizo que mis vértebras encontraran posición más adecuada, emitiendo leves chasquidos sucesivos. Una gruesa gota cayó en mi mano, pero ya estaba demasiado distraído como para notarlo. Solo quería dormir...


¿Me acompañas? -volví a escuchar- y como un autómata, dije ...


Y siguiendo esa voz, me arrojé al vacío.





domingo, 1 de julio de 2012

Lolita




La lluvia era ligera pero pertinaz. El cielo totalmente cubierto de nubes pronosticaba al menos dos horas más de precipitaciones y el ruido del tráfico allá afuera, en la calle, iba incrementándose poco a poco. El profesor dio el último sorbo a su café antes de depositar el recipiente vacío en el cesto, encendió la luz del laboratorio de cómputo y abrió el manual en la página correspondiente a la práctica de ese día. Miró el reloj de pulsera: Cinco minutos para las siete de la mañana.

El lugar no tardó en llenarse con los murmullos, las risas y los bostezos de los adolescentes que conformaban el grupo. Los muchachos ocuparon los lugares previamente asignados y comenzaron la clase. Las indicaciones eran fáciles de seguir, pero el plan de clase establecía una lectura dirigida. Todos abrieron su libro en la página 26 y siguieron con la vista lo que leía el profesor. Todos menos ella.

La buena suerte y su apellido la habían colocado en la primera fila, junto al corredor por donde el profesor se paseaba mientras daba las lecciones y que dividía además en dos partes el aula de cómputo. Alguna ventaja debía tener la tercera letra del alfabeto. 

Lo miró intensamente. Siempre lo hacía. Disfrutaba estar en ese lugar privilegiado, mismo que le permitía observarle el trasero descaradamente siempre que escribía algo en el pizarrón.  Fantaseaba. Fantaseaba todos los días y todas las noches. Le imaginaba suyo, con los anteojos empañados,  poseyéndose mutua y salvajemente, una y otra vez.

El profesor seguía concentrado en la lectura, por lo que la sensación de que algo subía por su pierna por poco le hace gritar del susto. Afortunadamente pudo contenerse.

La chica se había quitado el zapato derecho  y deslizado su pie por debajo del pantalón del catedrático. lo cual provocó un súbito incremento en el ritmo cardíaco de éste y un estremecimiento. Nunca, jamás una estudiante tan atrevida como ella. En cursos anteriores, tal vez una manzana acompañada de una mirada con intención, pero esta chica había tomado la iniciativa a mitad de la clase, con todos los compañeros presentes, aprovechando que el campo visual de los demás era restringido por los cubículos individuales donde estaban colocadas las computadoras. Lo disfrutó. Su sonrisa la delataba.

El docente optó por retirarse de ése lugar, para poder continuar con la lectura sin que se entrecortara su voz. Dio las últimas indicaciones y la clase siguió como si nada hubiese pasado. Al terminar los 50 minutos destinados a la práctica, todos se retiraron excepto ella.

El profesor, sentado detrás del escritorio que estaba al fondo del salón, a espaldas de los cubículos, le miró acercarse a él, cruzando todo el lugar, como si estuviera partiendo plaza. Se había soltado el cabello castaño que aparentaba ser más oscuro en ese momento, dado el contraste con el pizarrón blanco que estaba a sus espaldas. Un pie después de otro, con ritmo, con cadencia, sobre una línea recta imaginaria, de manera que sus caderas balanceaban divinamente, de un lado a otro, el peso de su falda escolar. 



-¿Qué fue todo eso Marianne?
-¿A qué te refieres? -Respondió ella, de una forma dulcemente irrespetuosa.
-A lo que hiciste con el pie hace rato.
-Tú ya lo sabes: te quiero.



La manera en que lo dijo era suficiente para deducir que el te quiero surgido de sus labios no era otra cosa que un te deseo



-Ya hemos hablado del tema y, aunque me siento halagado, sabes bien que no puede ser.
-¿Porque eres mi maestro y yo una alumna?
-Exactamente. Por eso y por qué eres menor de edad. Apenas tienes dieciséis años.
-Cumplo diecisiete en un mes.



Él quiso decir algo más, pero se contuvo dándose cuenta que sus argumentos iban a ser ignorados por ella deliberadamente. Se puso de pie para dar por terminada la conversación y dirigirse a dar su siguiente clase. 



-¿Entonces no? -Volvió a acometer ella, esta vez guiñando un ojo.
-No... Discúlpame.
-Está bien, no hay problema...



Le dio un beso en la mejilla rozando su cuerpo contra el de él y giró sobre sus talones para salir del laboratorio. Por encima de la pretina de la falda escolar se veían las dos tiras de una tanga blanca. Intencionalmente, sin duda. Todavía se dio tiempo para detenerse en el marco de la puerta, voltear hacia el profesor y sonreír maliciosamente.

El resto del día fue de mera rutina. Sin embargo, ya estando en casa no podía sacarla de su mente. La imaginó ahí, en su cama, recostada junto a él. Aún tenía en su memoria el perfume que emanaba de aquél cuerpo adolescente. Cerró los ojos y se imaginó como sería desabrochar los tres primeros botones de la blusa escolar, besar el pecho juvenil y descubrir a medias los pezones color rosa. Deseó no ser su profesor, poder acariciar esas piernas que alguna vez, en clase, se habían mostrado para él, desabrochar  los dos botones y correr el cierre de su falda de colegiala, dejarse llevar por las pasiones que ella había logrado despertar. 

Aún con los ojos cerrados y frunciendo el ceño  también tuvo que pensar en las implicaciones de algo así: Ir en contra de las normas, desprestigio como catedrático, despido, señalamiento por parte de la sociedad y quizá hasta demandas por abuso de menores.

Esa lucha interna entre lo que se debe hacer y lo que se desea, el instinto básico, por llamarle de alguna manera, le resultó agotadora. Terminó quedándose dormido, con los zapatos puestos, la camisa a medio desabrochar, la corbata en la mano izquierda y sus deseos reprimidos en la otra...