sábado, 8 de septiembre de 2012

Primer día de clase




Se han generado tantas variantes y añadidos a esta historia -especialmente cuando es Ismael quien se encarga de contarla-, que no tengo más remedio que relatar los hechos tal como sucedieron realmente.

Ésta, amigos, es la verdadera historia.

Eran los primeros días del mes de septiembre, y nosotros regresábamos a la universidad después de un largo receso de dos meses. Aún había posibilidad de que cayeran algunos chubascos aislados, pero ese lunes en particular, el calor era poco menos que insoportable y no habían en el cielo nubes que prometieran que esa situación cambiaría pronto.

Después de varios semestres en la escuela, uno aprende cómo funcionan las cosas: qué es lo que debes pedir en la cafetería, a cuál de las cocineras le puedes coquetear para que tu orden de tortas de brocheta sea la primera en ser atendida, por qué corredor desfilan las chicas de administración y lo más importante, claro, que el primer día de clases nunca hay clases.

Se suponía que habíamos entrado a las dos de la tarde y para ese momento eran las cuatro. Ninguno de los dos profesores que nos darían clase durante ese semestre se presentó. Y en una tarde donde el sol caía a plomo, la situación se presentaba aburrida y todos, absolutamente todos, traíamos la inercia de las vacaciones, solo faltaba una chispa que prendiera la mecha.

-Vamos al DEPOrtivo.

No necesitamos de mucha insistencia, ni una invitación formal por escrito. El DEPOrtivo, era el depósito de cerveza situado a 500 metros de la misma, por la parte de atrás. Todos asentimos de buena gana, tomamos nuestras mochilas y libretas y fuimos a tomar una o dos cervezas. (A esa edad es para lo único que te alcanza, a menos que seas de los que trabaja y estudia, o un niño rico con mesada que puede estafar a sus padres cada que se le antoja).

Hice cuentas mentalmente. Dos horas. Me alcanzaba perfectamente para llegar al expendio, platicar con mis cuates, tomarme las dos cervezas, regresar caminando tranquilamente y pasar por mi novia al edificio contiguo a la hora de la salida.

Llegamos y pedimos nuestra respectiva bebida refrescante. En semanas recientes había salido una nueva marca en presentación de medio litro, por el mismo costo. Como estudiantes, eso nos animaba a tomar más, pagando lo menos. Charlamos sentados en la acera, bromeamos, reímos a carcajadas, nos golpeamos como todos los amigos hacen. Todo era tranquilidad hasta que llegó él.

En todos los grupos de amigos, siempre hay alguien que pone el desorden. Uno, dentro de toda la palomilla se destaca por ser el incitador de las más grandes juergas o las más peligrosas. Justo cuando otro camarada y yo nos levantábamos, satisfecho nuestro antojo de la consabida bebida de cebada del primer día de clases, se apareció en la esquina.

-¿A dónde van?
-A mi casa -dijo Flavio- estoy cansado.
-¿Y tú? -dijo mirándome.
-Yo aún tengo que pasar a la escuela. Mi novia sale a las seis.
-Todavía alcanzas.
-Es para irme tranquilo caminando. Además ya no traigo dinero.

En ese momento debí irme, sin que me importara nada. Ni lo que dijera él, ni que mis amigos me tacharan de mandilón. 

-Yo pago. Otra ronda para todos -dijo solemnemente.

Todos accedieron riendo de buena gana. Yo pensé: Una cerveza y me voy. No hay problema. Aún tengo tiempo suficiente...

-De una vez que sean dos rondas. Yo pago. -Volvió a decir cuando todavía no destapábamos la primera cerveza que había invitado.

Yo seguí con la idea de tomar solo una y cuando la terminé y comencé a despedirme se paró frente de mí.

-¿A dónde vas?
-A la escuela por mi novia.
-Te falta una cerveza.
-Ya no quiero.
-Si no te la tomas, no te vas.- y le sacó la corcholata, ofreciéndome la botella.

De verdad no sé que extraña lógica se enmarañó en mi mente, que pensé que lo mas sensato y rápido era darle gusto para poder largarme lo antes posible. Era la década de los noventa y sonó un mensaje en mi enorme celular Nokia, regalo de una hermana, porque yo no podía darme el lujo de comprarme uno.

Novia: "Ya salimos. ¿Dónde Estás?"

Tomé la botella de medio litro y me la bebí de un sorbo, sin miramientos, sin pausas, sin respirar. Pedí dos pastillas de menta a mis amigos para no llegar oliendo a alcohol con la damisela que me esperaba y me fui corriendo a su encuentro.

Aún no sé a qué debiera culpar en mayor medida: El no haber comido ese día, los dulces de menta, la cerveza tomada de un solo trago -Hidalgo, le decimos en México-, el haber corrido esa pendiente o a la ansiedad porque mi novia me iba a regañar si llegaba tarde. El asunto es que llegué mareado, muy mareado con ella. Nos saludamos con un beso en los labios y me preguntó si estaba bien. Dijo que estaba muy pálido.


-No es nada, de veras -le contesté.
-Andabas tomando, ¿verdad? 
-Me tomé unas cervezas con mis amigos.
-Jum... -refunfuñó.

Obviamente, las pastillas de menta no habían servido para maldita la cosa. Y yo cada vez me sentía peor. Llegamos a la parada del camión y me mareaba cada vez más. Sentí como la espuma de la cerveza regresaba por mi nariz. Ella se asustó y fue a buscar ayuda con mis amigos. Yo apoyé ambas manos en la palmera más cercana para no caerme. No tardó mucho en regresar con back up y se marchó, no sin antes sentenciarme con la mirada y con un:

-Mañana hablamosss...

Lo dijo así, prolongando la S final, con la clara intención de que me sintiera culpable durante todo el tiempo que pasaría antes de volver a vernos...

Eso fue todo. No pasó nada más. Así de simple fue el asunto. Todos aquellos que les hayan dicho que duré tres horas abrazando la palmera, declarándole mi amor, cantándole canciones apasionadas a la luz de la luna y que los cocos que tuvo la primavera siguiente fueron hijos míos no reconocidos, mienten descaradamente o estaban más borrachos que yo.

Éso fue lo que en realidad pasó, apreciables lectores. Lo juro. Doy fe.


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