domingo, 14 de abril de 2013

Ganas



El espectáculo natural que se despliega ante mis ojos me obliga a hacer un alto en mi ajetreada rutina diaria. Tan cotidiano y al alcance de todos, que dudo que la gente lo pueda apreciar en toda su hermosura. El viento cálido comienza a circular entre las hojas del sauce y produce un sonido que me hace sentir en un bosque encantado. Los rayos de sol se cuelan por los espacios que dejan los cúmulos de nubes y algunos trinos esporádicos se escuchan a lo lejos. 

Yo aspiro profundamente y sonrío al recordar la humedad de unos besos prodigados en este mismo lugar, un talle que encontraba cabida perfecta en el espacio que hay entre mis brazos y mi pecho, una falda negra que cedió terreno a los incansables sátiros que guiaban mis manos durante la intensa lucha de los labios y las lenguas. ¿Cómo no recordarla? Su piel morena, sus ojos grandes y claros, su cintura breve, sus piernas largas, sus hombros perfectos, los senos redondos y firmes, el artístico cuello, la sonrisa misteriosa, pero -sobre todo-, la intensidad de los besos.

Sumido en el mencionado trance, mi mano derecha se mueve como si tuviera voluntad propia hacia el bolsillo del saco. Sin usar la otra, con un hábil movimiento de los dedos índice  y medio, saco de la cartera la fotografía que más me gusta de todas las que tengo de ella y mis labios son sorprendidos por la segunda sonrisa inesperada de la tarde, mientras pienso que debí disparar la cámara aquella otra tarde de locura, de escapatorias, de preguntas con respuestas obvias, para obtener esa fotografía que ella cree que tengo, pero que nunca tomé. Y de lo cual me arrepiento todos los días.

Al momento de extraer la imagen de la cartera, una hoja de papel azul, doblada en ocho partes, cae junto a mis pies. Es verdad, siempre las tengo juntas, no lo recordaba. Esa hoja, regalo suyo, guarda un texto que es para mí lectura obligada todas las noches, antes de dormir: un conjuro que exacerba mis ganas de verla de nuevo, de volver a correr los senderos de su piel sobre el potro desbocado de mi lengua. Siempre que lo hago me pregunto si ella me recordará en alguna ocasión o si tendrá idea de lo mucho que aún me excita el simple hecho de mencionar su nombre, desde la nocturna prisión de mis sábanas.

Me inclino para tomar la hoja de papel que cayó al suelo y la desdoblo cuidadosamente. El contenido, la sensual mujer que escribió la nota y lo que me hace sentir su lectura, confieren a dicha pieza un grado de fetiche que me obliga a leerla con calma y mesura. Se ha vuelto objeto de ritual y debo conferirle el respeto que, como tal, se merece. Dice así:

Durante la ducha pensaba en ti, mientras imaginaba tu miembro erecto, despertó mi libido, recordando nuestros cuerpos desnudos y fundidos en uno... Solo una sombra... Solo tú y yo... ¡Solo uno!
Recuerdo tus tibios labios al correr por mi espalda, sedientos de amar y con ganas de ser saciados por el tibio néctar que fluye de mi cuerpo. Tus besos penetrantes como dagas al pecho y tan ardientes como el fuego. 

Acaricia mi ser, toma mi cuerpo y hazlo que estremezca al punto de no poder parar hasta obtener el goce total. Ámame, ¡no te detengas! Disfruta el vaivén de mi cuerpo. Besa mi sexo. Siente el agitado palpitar de mi pecho mientras te colmo de placer. 

Al escribir esta nota mi corazón latía más fuerte, mi pulso se aceleraba y yo... ¡Oh, no puedo describirlo con palabras! Lo que descubrí es que mis ganas de ti permanecen intactas en mí y esperan ansiosas la salvaje acometida de tu persona, de tu ser, de ti... 


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