sábado, 5 de enero de 2013

Si vuelves a verla, te mato



-Si vuelves a verla, te mato.


Fue lo primero que vino su mente al escuchar la detonación  y, de hecho, no pudo pensar nada más. Al instante sintió un fuerte golpe en la espalda, y junto con ello una sensación de indescriptible calor que se ampliaba radialmente desde ese lugar donde el proyectil había rajado su piel, atravesado el pulmón y fracturado la costilla.

Cayó de rodillas, respirando con angustiosa dificultad. Estiró la mano hacia el horizonte en un intento desesperado por pedir ayuda, pero ningún sonido salió de su garganta y se derrumbó sobre el polvo blanco de la cuneta. El autobús del que había descendido minutos antes todavía podía apreciarse allá lejos, avanzando directamente hacia ese círculo de fuego que lo cegaba y que hacía aparecer a la carretera -desde su perspectiva- como si ésta fuera un extrañamente lineal río de asfalto hirviente.

El Si vuelves a verla, te mato, volvió a sonar huecamente en su cabeza, como una bola de pinball que rebotara dentro de ella, de una sien a otra. Se encontró de nuevo frente a ella, ese día, el último que se vieron, unos cuantos meses atrás. Vio una vez más la obstinada determinación en sus ojos, la misma furia de mujer que le hizo huir, ésa que le hizo tener miedo y sentir ese frío recorriendo su espina. Pero en esta ocasión esa sensación se la proporcionaba la sangre que perdía temperatura fuera de su cuerpo, al contacto de la misma con el suave viento que seguía, sin detenerse, su camino hacia el poniente.

Cerró los ojos. La gente dice que cuando estás a punto de morir, toda tu vida pasa frente a ti en un instante. Eso podría darse por un hecho, si no consideramos que el tiempo para un moribundo carece de sentido y por lo tanto, la duración de esa película retrospectiva es, efectivamente, de toda una vida. Él no pudo voltear para identificar al agresor pero estaba casi seguro que había sido ella, a menos que...

Una vida plagada de errores, deliberados o involuntarios lo había colocado ahí, frente al cementerio de un pueblo fantasma, al que ni siquiera el ruido del disparo había sido capaz de sacar de su letargo. Intentó escupir los pequeños guijarros de arena blanca y salada que se metieron a su boca en el momento en que cayó de bruces, vestigios de que esa tierra hacía mucho tiempo, formaba parte de la laguna. Si vuelves a verla...

Una mueca, que pretendía ser una sonrisa se dibujó en su rostro, a punto de exhalar su último aliento, recordó.

Ya no tuvo tiempo de reconocer las botas de obrero que patearon su costado con esa tremenda ira, almacenada por tantos años y alimentada con desconfianza e inseguridad. No era una mujer, sino un hombre. Otro error, uno de tantos cometidos durante su vida en ese afán de burlarse de las reglas y los límites que la sociedad exige para garantizar una convivencia sana entre los individuos. 

Él hombre de las botas solo era una más de las posibilidades de muerte que se había granjeado durante su existir. Una de tantas. Descargada su ira y su arma volvió a colocarse la argolla de matrimonio y aún se dio tiempo para regresar y escupir sobre aquél cuerpo sin vida y mirándolo con desprecio, se alejó de ahí, dejándolo a merced de los perros, los coyotes y las ratas.



1 comentario: