martes, 29 de diciembre de 2020

Hoja 7

 HORMIGUEO 



Una guitarra rota me espera en algún rincón de este bar. Hay cerveza y mezcal sobre la mesa. Un mesero amaga cobrarme descorche por una botella de tequila que guardo en el bolsillo del saco. La sangre entra en ebullición, como la última vez que vine a este lugar: ahora la manzana de la discordia es un cuarto de tequila. 

Suena un cuatro venezolano y el sonido de botellas de cristal que se chocan unas contra otras. Una sonrisa de mujer destella al otro lado de la mesa. La insistencia del mesero por el asunto de la botella me tiene más que fastidiado. El año termina y no quisiera rematarlo con una estúpida pelea de bar, a pesar de este hormigueo familiar que ya me envuelve los puños y las muñecas. Las otras personas en la mesa son jóvenes, ignoro su edad, pero es posible que sea la mitad de la mía. Vuelve el recuerdo de Gizeh, traído por el viento que entra por la ventana. ¿Será ese su verdadero nombre? Cierro los ojos. Ahí están los suyos, negros, la piel morena de su cuello, esos ojos enormes y su juventud… Cuando abro los míos, todos se están despidiendo. La chica se lleva con ella su sonrisa y contengo el deseo de preguntar, mirándola estúpidamente, como si fuera un puberto: “¿por qué te vas?” Junto a mí, El perro negro, más ebrio que yo, me pregunta qué tanto escribo en el cuaderno. Lo miro contra el cristal de varias cervezas, dos mezcales y mi botella de tequila de a cuartito. Volvemos al tema del valerverguismo y a cómo, en palabras suyas, Chemo y yo también valíamos verga. Sí, tal cual, y que habíamos valido más verga haciendo música en esa azotea de pueblo que tanto me recordó a las favelas brasileñas aquella tarde lluviosa y fría.  Quizá sea buena idea comprometerme más con ese proyecto, de profundizar en esa etimología, en esa exploración ontológica, en el documental fascinantemente absurdo que plantea El perro negro y del cual, involuntariamente, ya soy parte, simplemente por responder frente a la cámara lo que para mí es el valerverguismo… La cerveza está tibia y no recuerdo dónde dejé la guitarra. Estuve a punto de olvidarla y así hubiera sido, de no ser porque sentí la púa en el bolsillo, cuando buscaba el dinero para pagarle al estúpido mesero que sigue irritándome con sus necedades. 

Pero no: quiero ser prudente. Debo tranquilizarme y no, no lo haré, no me voy a pelear. Hoy no. A pesar de este delicioso hormigueo que ya me envuelve desde los puños hasta los codos, a pesar de esta subida de temperatura que parece preparar mi cuerpo para los golpes que está a punto de recibir. No me quiero pelear. Hoy no.

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