sábado, 13 de febrero de 2021

Hoja 17

 



Martes. He dormido casi toda la tarde. Quizá la medicina para la gripe tenga algo que ver con eso. Llevo varios días sin beber, así que no puedo culpar al alcohol en esta ocasión. Memorias que creía olvidadas me toman por asalto: el taller de rectificación de motores donde pasé los veranos de mi época de bachiller. Ahí leí varios de los libros más interesantes de mi juventud, entre olores de gasolina, grasa de motor y sosa cáustica. En ese librero de madera pintado de amarillo encontré el Drácula de Bram Stoker, Los Hornos de Hitler, El Kraken, Los niños del Brasil, El Imperio contraataca, Sybil y otros más. Mi padre había solicitado a la dueña del taller su permiso para montar una pequeña biblioteca. La señora Abraham no solo accedió, sino que mandó colocar el librero y donó los primeros volúmenes de la incipiente colección. Oro molido para un adolescente encerrado en esa bóveda que seguía siendo oscura, a pesar de las barras fluorescentes que pendían a varios metros del suelo. El lugar estaba lleno de tesoros para el que estuviese decidido a encontrarlos (y yo tenía dos horas de libre exploración todos los días, cuando los trabajadores del taller —excepto mi padre— salían a comer a sus casas). Cada área en que se dividía el taller, contaba con un tosco baúl metálico que hacía las veces de pequeño almacén, armario, refrigerador y altar para alguna figurilla de la virgen de Guadalupe, iluminada por un foquito rojo de15 watts. Las revistas ocultas en esos baúles ya lucían viejas y gastadas cuando yo las encontré. Ahí se escondía la otra literatura, la de barriada: revistas de segunda o tercera mano, el porno de los pobres. Me gustaban las modelos envueltas en telas vaporosas, camisones transparentes, luciendo sus baby doll rematados en encajes, pero lo que más me gustaba de esas revistas, eran los cuentos.  Han pasado tantos años que ya no recuerdo el título del texto ni el autor, pero era mexicano, sin duda. Tenía mucho del estilo de José Agustín o quizá Óscar de la Borbolla, a los que luego re-encontré en una antología de cuentos que aún sobrevive en casa de mi madre.

 Usualmente, cuando leo, alguna frase que me atrapa permanece en mi memoria. En el cuento El infierno tan temido, son dos palabras: piel cetrina. Yo no había escuchado a nadie usar esa palabra. Cetrina. Ese era el color de la piel de esa mujer. Recuerdo la infidelidad del padre del protagonista y mi sensación de certeza al terminar de leer el cuento, la conclusión de que tenemos la maldita costumbre de echar a perder las cosas cuando éstas se encuentran bien. Amamos el conflicto, la confrontación y el riesgo. Al menos yo sí.

 Adictos, así nos llaman.

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