domingo, 31 de marzo de 2013

Dile al taxista





Hace frío, mucho frío. Eso es, precisamente, lo que nos hace entrar al bar. En el ambiente flotan sensuales notas de jazz. El saxofón, el piano, la batería -y el primer tequila de la noche- logran que en poco tiempo pueda entrar en calor. Ella pide whiskey y brindamos por el placer de conocernos, de coincidir (más tarde quedará aclarado que no fue coincidencia: las mujeres ubican, determinan y acechan a quien quieren tener en sus vidas y en este caso, no hubo excepción).

El grupo termina su presentación y siento que algo importante hace falta en el contexto. Le sugiero que nos retiremos. Pago la cuenta y buscamos un taxi que nos lleve. La idea es dejarla en su departamento y después ir a descansar a casa: he tenido mucho trabajo en la oficina y realmente me hace falta. Momentos antes de abordar pregunta picaramente a dónde iremos.


-A dejarte en tu depa, por supuesto. Luego me voy a dormir a casa.


Mi respuesta parece decepcionarla, pero no dice nada. Abro la portezuela para ella y me sonríe. Subo después y fijamos el rumbo hacia su lugar. No pasa mucho tiempo para que los besos y las caricias suban de tono en ese asiento trasero.


-Aún estamos a tiempo -dice ella.
-¿A tiempo de qué? -le respondo.
-No, no lo diré... No caeré en tu juego. -revira.
-La verdad no entiendo a qué te refieres -contesto guiñando un ojo.
-Insisto. No caeré. Lo que tú quieres es dejarme toda la responsabilidad  y lavarte las manos. ¡No voy a caer!


El coche de alquiler da vuelta hacia la derecha para ingresar en una avenida. Su insistencia me hace pensar que ha vislumbrado el punto de no retorno en esta aventura. No tiene mucho que nos conocemos, pero al parecer nos identificamos: dos adictos al riesgo, a la aventura, a la adrenalina, a disfrutar del momento...


-Dile al taxista...
-¿Qué le digo?
-Ya sabes... Dile.
-No lo sé...


Se acerca a mi cuello y sopla en él, lo cual provoca que los vellos de mi piel se ericen. Me toma del cabello y hace un movimiento que deja su boca a un centímetro de mi oído. Muerde el lóbulo de mi oreja y vuelve a insistir, pero ésta vez en un susurro que hace volar mi imaginación y anhelar la explosión de placer que puede suscitarse durante las horas que le restan a la noche, antes de regresar a la rutina laboral...


-Dile...


Desarmado, vencido por el deseo, dejo de fingir y me dirijo al chofer:


-Cambio de planes, jovenazo. Dé vuelta a la izquierda en la próxima calle, por favor.


Al llegar al mostrador, hago todo lo posible porque ella no se percate de la insistencia con que me ve la camarera que se encuentra bebiendo café detrás del recepcionista. Me reconoce, estoy seguro. Ese es -precisamente- el problema de que la casualidad y las circunstancias conduzcan mis pasos siempre hacia el mismo hotel...



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